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El sepulcro de cinco meses Del Señor de los Milagros de San Juan Nuevo

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1979.- Nadie lo piensa ahora, nadie se lo imagina siquiera. Son pocos en realidad los que los saben. La imagen del Señor de los Milagros entronizaba en la hoy Suntuosa Basílica de San Juan Nuevo, Mich., a unos cuantos kilómetros de la hermosa ciudad de Uruapan, tiene su historia íntimamente ligada con las actividades de los cristeros.

Claro, la imagen se encontraba entonces en San Juan Parangaricutiro o como se le llamaba también: San Juan de las Colchas, como resultado directo de la obra del evangelizador Fray Francisco Muñoz, instruyendo en 1638 a la población para que hiciera suya la industria de elaborar colchas.

Hoy, San Juan Parangaricutiro es solamente un atractivo turístico, el pueblo desapareció tragado por la lava y una de sus torres, porque la otra, aunque iniciada, nunca llegó a terminarse, es índice dentro del desierto petrificado.

El sitio exacto donde se yergue el cono volcánico, con su único aliento visible, Zapichu, era Paricutín, que llegó a tener 585 habitantes. Pero de eso no hay huella.

De la cabecera, San Juan, ya se dijo, queda parte de la iglesia y fragmentos de muros que no cayeron bajo el empuje de la entonces ardiente lava.

  Sólo allí, donde es el límite del desierto pétreo, a menos de cincuenta metros, una que otra familia sigue aferrada al terruño; temporalmente, obligadas por las autoridades, abandonaron sus pertenencias, pero volvieron y allí estaban; viven de las peras que en su tiempo ofrecen los frutales que no perecieron con la erupción; cultivan un retacito sembrado de maíz y comercian –pobre, mísero comercio- con un más y más raquítico turismo que se reanima un poco, aunque no mucho, en la época de vacaciones; el volcán silencioso, en cuyo cráter sigue durmiendo el diablo, como dicen los lugareños, es aún un atractivo.

  Obviamente el conocimiento que hoy existe de Paricutín, se debe únicamente al hecho de que allí vivió afortunado mortal, Dionisio Pulido, allí mismo vio nacer –caso único en el mundo-  un volcán en su joyita de Quiosco que estaba cruzando una y otra vez siguiendo el paso cansino de su yunta.

Mas, Dionisio hace tiempo que se fue para no retornar. De eso, que no acapara hoy nuestra atención, se ha escrito mucho, pero nuestro tema tiene nexo con los cristeros.

  La gente vivía tranquila en San Juan de las Colchas, en plena sierra fría, abundante en pino, encino y madroño.

  Se sembraba entonces, porque la tierra era óptima, maíz, trigo, frijol, según la época; también se cultivaban árboles frutales como chirimoyo, durazno, manzano, peral y membrillo, y cuidaban del aguacate.

  Con vasta extensión de monte, no es de extrañar la existencia de algunos aserraderos, como el de Camiro; y en la noche del 20 de febrero de 1943, los azorados moradores creyeron que estaba quemándose, cuando era ya la gigantesca fragua del Paricutín convertido en palabra aguada, quitándole lo esdrújulo, para la comodidad turística.

  En aquel entonces, la imagen del Señor de los Milagros fue sacada de su templo, estuvo provisionalmente en Angahuan hasta que pudo ser llevada a su asiento definitivo, en su basílica de San Juan Nuevo, antigua hacienda de los Conejos.

  De San Juan de las Colchas, solo hay el recuerdo. El cierre de templos por decisión del clero, el 31 de julio de 1926, necesariamente afectó a los sencillos habitantes de San Juan Parangaricutiro.

  La víspera, había enormes colas de personas deseosas de entrar por última vez al sagrado recinto, antes que cerrara sus puertas, quien sabe hasta por cuento tiempo.

   Desde ese momento comenzó a germinar la idea de muchos de los vecinos de tomar camino del cerro y esgrimir la carabina. No se resignaban a cruzarse de brazos ante una situación que iba agudizándose momento a momento.

  Además, la sierra que tan bien conocían, fácilmente podrían albergar sus actividades rebeldes, o caer sobre una columna federal.

  Sin embargo, transcurrieron los meses hasta que llegó el año de 1927, cuando de acuerdo con el trabajo de las congregaciones religiosas, se unificó el criterio en lo que respecta a los levantamientos armados y si bien es cierto que en muchos lugares se produjeron el 1º de enero, no hubo uniformidad. En San Juan, las cosas estaban preparadas, y sin embargo, fue hasta el dos de febrero de 1927, cuando sobrevino el levantamiento, sin que hubiera mayores dificultades puesto que no había tropa; la defensa no estaba organizada y la gendarmería simpatizaba con la actitud de los rebeldes.

  Fco. Sánchez O., vecino de Parangaricutiro, deja constancia de su intervención y así escribió en la revista “David” del 22 de julio de 1955:

“Pocos días después fuimos también otro compañero y yo armados con carabina 44 y cinco cartuchos, encontrando a nuestros compañeros en el rancho de El Tejamanil, en donde nos recibieron con mucho gusto y donde nos preguntaban cómo estaba el pueblo, y querían que les platicáramos”.

  Fco. Sánchez no podía ni quería mentir; la verdad era que las cosas en San Juan eran difíciles, pues llegó un destacamento militar y el teniente que mandaba la fuerza, conminó la rendición de los alzados.

  Los ánimos se habían exaltado: “Si no nos rendimos queman el pueblo y como rendirnos no se pudo, pusieron quince días al pueblo para que lo desocuparan los vecinos, sin quedar un alma”.

  Tal parece que había triste predestinación y que el pueblo, tarde o temprano, iba a desaparecer; como ocurrió mucho más tarde y no por la furia y la crueldad del hombre siempre insensato.

  Francisco Sánchez vino a saberlo mucho después, que no entonces; él sólo supo que había que irse al cerro y ya. Se enteró de la amenaza, pero no creía que se cumpliera.

  Lo acontecido, se lo debemos al presbítero don Alberto Mora, quien ha tenido a su cargo la construcción de la basílica de San Juan Nuevo, donde se encuentra la imagen del Señor de los Milagros.

  La imagen estuvo sepultada cinco meses en una ladera cercana al poblado de Corupo; claro, no muy lejana de San Juan de las Colchas.

  La llegada del destacamento federal, sembró la alarma en el pueblo y desgraciadamente hubo arbitrariedades y torpes medidas. El teniente Astorga, que mandaba la partida, decidió recurrir a todos los medios para apaciguar la región.

Si esos no se rinden, acabaré con el pueblo y quemaré su santo.

  Con la mano derecha señaló hacia el templo cerrado, por la suspensión de cultos.

  El sacristán tenía los oídos abiertos, incluso hubo prevención por parte del jefe de la defensa del pueblo, Luis Equihua; el teniente era un hombre torpe y decidido al mismo tiempo.

  El sacristán José María Cuara o Chema Cuara, tenía consigo las llaves del templo que le confiara el cura don José García Morfín, para esas fechas, escondido en el cerro de Angahuan, pues también era buscado, como Juan Mincitar. Pero nadie era capaz de la denuncia.

  Habló primero Cuara cautamente con su compadre Cayetano Antolín.

  Era necesario salvar la imagen del templo; sabían el riesgo que corrían en caso de ser sorprendidos por los federales, estando ya el poblado solo, por decirlo así.

  Cierta noche, entraron al templo; sus pies descalzos no hacían ruido sobre el entarimado del piso; desclavaron el Cristo y “lo envolvieron en cortinas y cendales, colocándolo en uno de los armarios de la sacristía”. La imagen del Señor de los Milagros tiene una altura de 93 centímetros y 90 de mano a mano con los brazos abiertos.

  Sigilosamente –ni siquiera ladraron los perros desbalagados y siempre escandalosos en los pueblos-, los hombres dejaron el templo y el pueblo, cruzaron el llano de Morales, rumbo a Corupo.

  Se habían ido relevando, pues, aunque no muy pesada la carga, cansaba; en ocasiones hicieron alto; la excitación, el miedo, les hacía detenerse por momentos, hasta que llegaron a la loma conocida como El Perico y allí les pareció ideal para efectuar el entierro.

  Cuando comenzaba a clarear, coloreando el cielo, sudorosos, jadeantes, los dos hombres tuvieron lista la fosa; había que disimular la tierra removida y derribaron algunos pinos, les quitaron “la tecata”, es decir la corteza, para que cualquier curioso supusiera que allí se habían hecho morillos.

  Pero el teniente Astorga tampoco era lerdo.

  Poco después era capturado el compadre del sacristán: ¿dónde está la imagen y las limosnas que sacaron del templo?

  De un árbol, frente a la iglesia de San Juan Parangaricutiro, quedó campaneándose el cuerpo exánime de Cayetano Antolín. Era el precio de su silencio.

  El 9 de agosto de 1928, quien cae preso es el sacristán.

  José María Cuara –un familiar suyo, Felipe Cuara, sería Presidente en 1943, al nacer el volcán-, como su compadre, temerariamente se enfrenta a todo; está seguro que la misma suerte le espera y se resigna; tiene familia, es cierto, pero también un secreto y…

  Allí frente al templo sigue la rama abierta esperando, es la misma donde fuera ahorcado Cayetano Antolín.

  Ante la inminencia de su muerte, Chema Cuara puede comunicarse, no sin dificultades, con su amigo y también labriego Eutimio Campoverde. Vuelven a ser únicamente dos los que saben dónde está enterrada la imagen del Señor de los Milagros.

  Cuara es llevado al pie del árbol; la cuerda es lanzada hacia la rama y una mano hábil arregla el dogal que es colocado en el cuello del sacristán, cuyo rostro se vuelve cenizo; tiene los labios resecos y aunque tiembla, calla.

  Vete, estás libre.

  No todo ha de ser crueldad. Vale la pena retroceder un poco.

  Francisco Sánchez dice que a los tres días de haber expirado el plazo para que se rindieran, “llegó el gobierno y quebró todas las puertas y todo lo que encontraron, hasta los metates”.

  Esto era lo que hacía engrosar las filas cristeras.

  Un correo, al que solo se identifica como Damián, llevó noticias a los alzados “y venimos al pueblo que daba miedo verlo todo hecho pedazos”.

  Tal parece, insistimos, que San Juan de las Colchas estaba predestinado a la tragedia, pero no fue la furia del hombre la que acabó con él.

  La imagen del Señor de los Milagros, la misma hoy entronizada en la Basílica de San Juan Nuevo, fue desenterrada a los cinco meses, y un hombre, llorando, presenció el rescate: José María Cuara; su compadre Antolín, ya se había ido a donde no se vuelve.  

Fuente: “La lucha”, México, septiembre de 1979, Antonio Ceja.

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