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Memorias de mi viaje por Islas Galápagos

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Hace dos días regresé al acantilado “Las Negritas”, pero esta vez movido con mejor cámara y un buen mate.

Allí anidan las preciosas gaviotas de cola bifurcada, endémicas de Galápagos, aunque también pueden encontrarse en un corredor del océano Pacífico que abarca desde la isla Malpelo (frente a la costa continental de Colombia), hasta miles de kilómetros en dirección al sur.

Me gusta combinar el registro de imágenes en fotos y videos, con la contemplación de las aves que vienen y van entre el mar y los recovecos formados en la oscura pared de roca volcánica, de unos 30 metros de altura aproximadamente.

Ellas planean aprovechando los túneles de viento y se desplazan muy rápido, ejecutando unas curvas colosales en el aire y aterrizando mientras abren sus alas para frenar en el lugar exacto de sus nidos, donde suelen esperar sus pichones.

Recubren estos nidos con pequeños trozos de roca de lava, coral blanco y hasta espinas, para evitar que los pichones rueden y caigan.

Pareciera que gozan despegando y dando un par de vueltas vertiginosas en el aire, siguiendo el contorno del acantilado, cambiando de alturas, en un entorno donde reina el estruendo de las olas salvajes del océano que golpean contra las grandes rocas negras.

Estas hermosas aves se distinguen por sus cabecitas oscuras y el anillo rojo alrededor de sus ojos.

Se alimentan lejos en el mar, como a 30 kilómetros, y gustan especialmente de comer calamares y peces que se alimentan de plancton cerca de la superficie.

Cazan de noche, tanto con la luz de la luna como en la oscuridad, gracias a su visión fantástica.

Tienen los ojos más grandes que cualquier especie de gaviota, además de una adaptación en su vista que permite ampliar su capacidad de ver claramente.

Personalmente, una de las cosas que más disfruto de ellas es el sonido que emiten cuando se comunican o tienen disputas territoriales.

Es una mezcla de pitidos cortos muy agudos con zumbidos similares a interferencias electrónicas.

Atardece y debo volver rápido antes que oscurezca, porque tengo que descender por un sendero entre rocas irregulares y movedizas, durante unos lentos 900 metros para alcanzar la parte más amigable de la playa La Lobería, en San Cristóbal.

Aunque puse todo el recaudo, me caí, sin sufrir daño alguno. Me contaron que tuve mucha suerte porque algunos no hacen el cuento. Cosas que pasan. / Alejandro Aguerre, músico uruguayo.

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