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La leyenda de “La Rodilla del Diablo”

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Tuvo la dicha Uruapan de que la fundación hispana la hiciere uno de los más esclarecidos varones que pisaron tierras michoacanas en el siglo XVI, Fray Juan de San Miguel, en el año de 1533. Nada mejor puede decirse a este respecto, sino lo ya dicho por el cronista franciscano Alonso de la Rea:
“(…) Llegó al sitio de Uruapan, y viéndole tan fecundo, ameno y vistoso, que el cielo se le inclinaba con tan lindo agrado, escribiendo en los semblantes el efecto con que le miraba, hizo alto el colono seráfico, caudillo del pueblo y apóstol de su gloria, y fundó el pueblo en el mejor lugar que contenía todo aquel valle y que tiene todo el reino de Michoacán, repartiendo la población en sus calles, plazas y barrios, con la mejor disposición que pudiera la aristocracia de Roma, dando a cada vecino su posesión, mandando que desde luego hiciesen casas y huertas, plantando de todas frutas: ate, chicozapote, mamey, lima, naranja, limón real; y así no hay casa de indios que no tenga todas estas frutas y agua de pie para la verdura, que todo el pueblo parece un país flamenco, de frutales tan abundantes que en competencia de los pinos se suben al cielo (…)”.
Si Platón disertó ampliamente sobre las condiciones que debería tener una ciudad para ser bella, Fray Juan de San Miguel supo llevarlas a la práctica en la mejor forma.
Al Noroeste de la ciudad nace el río Cupatitzio. De ello, el ya citado P. La Rea dice:
“(…) A un lado del pueblo está un ojo de agua de doce varas poco más o menos de circunferencia, tan profundo y corpulento que discurriendo hacia el Poniente, a tiro de piedra, es ya un río tan caudaloso que no se vadea, sirviendo de cinta o tajo a la población (…)”.
Fray Juan era un enamorado de Uruapan y de su río. No se cansaban sus ojos de mirar todo aquel conjunto de bellezas casi inconcebibles para la más ardiente imaginación, y su espíritu, elevándose por encima de todas las criaturas, llegaba hasta el Creador con un entusiasmo rayano en la locura. Esto en forma especial cuando en las márgenes del río rezaba el Oficio Divino.
Creía el buen religioso que cada versículo del Salmo 103 era una descripción de lo que sus ojos veían: No podía leer este himno sublime sin levantar a cada paso los ojos del breviario y clavarlos en las cosas que los rodeaban:
“Bendice, oh alma mía, al Señor porque es grande a más no poder. Cubierto estás, oh Señor, de luz como un ropaje; extendiste los cielos como un pabellón”.
Era irresistible la tentación, Fray Juan alzaba los ojos y sus pupilas se clavaban en el azul profundo de los cielos que cobijan a Uruapan, y así permanecía mucho rato, porque aquél azul era como un mar que no tuviese ni fondo ni riberas.
El Salmo continúa: “Alzasen los montes y abájense los valles en el lugar que les estableciste”. Instintivamente volaba la imaginación al cercano Cerro de la Charanda que destacaba su color rojizo entre las sierras azules. Y venía también a la memoria el majestuoso Cerro del Águila de Paracho y toda la Cordillera Occidental. Y no podían menos de representarse los inmensos valles y las feracísimas llanuras donde los trigales son un mar de mieles doradas”.
“Tú mandas las primaveras a la tierra”.
¿Y qué, acaso Uruapan no era el lugar de la eterna primavera, según su nombre autóctono lo indica? ¿Acaso no era ahí donde germinaban constantemente las yemas y los tiernos renuevos como perenne preparación de las cosechas sin fin? Al volver a la realidad se abrían sus ojos a las cristalinas y purísimas aguas del río y como si aquellas aguas hubiesen inspirado al Salmista, el canto proseguía:
“Tú, Señor, haces brotar las fuentes en los valles y haces filtrar las aguas por en medio de los montes”. “En ellos beberán todas las bestias del campo; a ellas llegarán acosadas por la sed (…). Volarán sobre ellas las aves del cielo y de entre las peñas dejarán oír sus gorjeos (…)”. Una bandada de tordos cruzaba el horizonte mientras los gorriones entonaban sus cantos y mil y mil avecillas charlaban entre el follaje. “Los árboles del campo se llenarán de vida (…), allí harán las aves sus nidos entre los cuales el más alto será el de la cigüeña. Los altos montes sirven de refugio a los venados y las rocas a las cabras (…)”. “Todos esperan de ti que les des comida a su debido tiempo… Lo que les das, lo recogen con gusto. Cuando abras tus manos todo se llenarán de bienes (…). “Oh, Señor, cuán grandiosas son tus obras!”.
No cabe duda -pensaba aquel buen fraile- que Dios abrió sus manos sobre las tierras de Uruapan y las llenó de bienes. Ha hecho aquí una obra con la diestra de su poder. Y añadía: “Yo no he comprendido mejor este salmo más que aquí, todo lo que él canta se realiza brillantísimamente”.
Si algún artista humano hubiese hecho a Uruapan y su río se hubiera inspirado en el salmo 103…!


Nace la leyenda de “La Rodilla del Diablo”. Todo era un paraíso en Uruapan. Pero un día, un muy amargo día, voló por toda la comarca la pavorosa noticia de que el río (Cupatitzio) se había secado. Los manantiales habían desaparecido. Envidioso el diablo de las alabanzas que se le tributaron a Dios por las bellezas del río, resolvió agotarlo y él en persona se metió en los manantiales para acabarlos.
Los pajaritos se morían de sed; las flores se habían marchitado; el exuberante follaje, antes verde y lleno de lozanía, presentaba ahora el aspecto de algo calcinado; las frutas se caían de los árboles sin madurez y sin vida; los verdes arrozales allá, en la llanura, se morían.
Por las noches, cuando el viento cantaba en las ramas de los pinos, las tigresas y las leonas bajaban de las madrigueras con sus cachorritos a apagar la sed en el río y lo encontraban árido y seco. Husmeaban por todos lados, y cuando se cansaban de buscar inútilmente se retiraban a sus guaridas dando lúgubres aullidos de desesperación. Las jovencitas que iban por agua se volvían con los cántaros vacíos y con los ojos llenos de lágrimas. Ya todos pensaban huir y dejar desierta la población.
¡Pero Fray Juan velaba por su pueblo!
Desde que supo la terrible noticia multiplicó sus ayunos, aumentó sus disciplinas, prolongó sus rezos. Una tarde congregó al atribulado pueblo de Uruapan. Los exhortó a tener fe ciega en Dios, dador de todo bien, y los invitó para que al día siguiente llevasen en gran procesión al lugar donde estaba el río, la imagen de la Virgen Inmaculada.
Toda la ciudad hondamente conmovida se presentó para asistir a la procesión. Abrían éstas los ciriales y la cruz alta; seguían los niños que, sin darse cuenta exacta de los acontecimientos, guiaban sus pasos inocentes hacia el exhausto río. Las mujeres llorosas, enlutadas, entonaban cantos para implorar la misericordia divina. Seguía la imagen de la Virgen, en un bello dosel azul celeste, llevada en hombros por las más guapas muchachas uruapenses. Iba en seguida Fray Juan de San Miguel, pálido, con la capa pluvial morada y con el ritual en las manos. Cerraba el cortejo una inmensa multitud de varones que dolorosamente musitaban mil plegarias.
Al llegar a los manantiales enjutos, Fray Juan empezó el exorcismo.
Y cuentan las más viejas tradiciones que, cuando el santo religioso hizo el asperges, al caer el agua bendita entre las sedientas piedras, se escuchó una detonación espantosa unida a temblores de tierra y a olores nauseabundos de azufre, y que un monstruo horrible escapó de los veneros. Al pasar frente a la Virgen dobló la rodilla y dejó la huella en la roca dura. Hoy día existe esa huella a un lado del manantial y se le conoce con el nombre de “La Rodilla del Diablo”.
Los niños corrían espantados, las mujeres gritaban horrorizadas, todos se sentían presas de un pavor indescriptible por unos instantes.
Cuando pasó aquella horripilante pesadilla, el pueblo, lleno de júbilo, vio con sus propios ojos que nuevamente los manantiales dejaban escurrir el agua transparente; las doncellas, con la sonrisa en los labios, llenaban los cántaros de agua y se los ponían sobre la cabeza, llevándolos en forma tan gentil y garbosa como hoy día lo hacen el Sábado Santo para la bendición del agua.
Desde entonces, también, coronadas de rosas, bailan y entonan las alegres y sin par Canacuas.
El cauce seco se llenaba de líquido. El Cupatitzio había resucitado por la Gracia del Señor, pues ahora seguía cantando su eterna canción. Desde entonces el Cupatitzio sigue siendo, según su nombre lo indica, río que canta: cuando nace, su canción es dorada e inquieta como la llama, porque se divide con las arenitas de oro. Más abajo, el lecho es rojo como los rubíes. Llega a “El Baño Azul” en donde entona una canción modernista.
Se deslizan después las aguas entre cafetales floridos, por entre verde follaje y huertas de plátanos y mameyes, naranjos y limoneros. Aquí su canción es de esperanza. Cuando llega a la Camelina, se viste de color blanco y su canción es de cristal al despeñarse en una pequeña catarata llamada “El Salto de Camela”.
El Cupatitzio limpio y puro, prosigue su camino bajo un palio bordado de verde, recibiendo la ofrenda de mil flores. Riega la “Floresta” y “Los Cedritos”, da energía a las fábricas, alegría a las huertas, vida a toda la ciudad y a todos los poblados.
Así, en un recorrido triunfal hasta que llega a “La Tzaráracua”, en donde, en un solo canto, sintetiza todos los que ha entonado. Concierto majestuoso, sinfonía de mil notas nunca oídas, y arco iris de colores insospechados.

De: Zavala Paz, José, “Bocetos Michoacanos”, México, 1953.

Selección del texto, Sergio Ramos Chávez, Cronista de la Ciudad de Uruapan.

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