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Dionisio Pulido, el dueño del volcán Paricutín

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Existen pocos estudios respecto al gran personaje don Dionisio Pulido Mateo, y aprovechando el 79 aniversario del nacimiento del volcán Paricutín; dedicamos este pequeño homenaje textual, al dueño del terreno donde brotara el volcán purépecha.
Ciertamente, Lois Mattox Miller en una publicación que aparece en enero de 1944 en la famosa revista Selecciones del Reader´s Digest señalaba que a Dionisio Pulido, humilde y hacendoso peón, que posee y trabaja un pequeño sitio de labor en Michoacán, a unos 290 kilómetros de la capital de México, “le tenía reservado el destino la gloria poco envidiable de ser el primer mortal que ha visto reventar un volcán casi bajo sus propios pies”.

Así, “ (…) tocaba su fin la plácida tarde del 20 de febrero de 1943. Dionisio abría los últimos surcos del día con su arado de primitiva traza. Hizo alto para enjuagarse el sudor y descansar unos instantes. De pronto, a cincuenta o sesenta metros, vio brotar del suelo una columna de humo blanco. La vio levantarse, ondular en el aire.”, explica.
En eso, don Dionisio al no saber qué hacer “echó a correr a través de los campos para avisar a su mujer -continúa Mattox Miller- y luego ocurrió un formidable temblor de tierra”.


Los sismógrafos situados en Nueva York a 3,600 kilómetros de allí registraron la terrible sacudida. A duras penas Dionisio Pulido salió de entre las ruinas de su choza. Tendió la mirada allá al frente y se creyó víctima de fatal una pesadilla. El maizal vomitaba fuego. Entre las llamas subían, como lanzadas por un titán enfurecido, piedras de enorme tamaño, montones de arena.
Cuando la familia Pulido (Dionisio, su esposa Paula Galván y su hijo **), aterrorizados y tambaleándose sobre la tierra estremecida, llegaron a Paricutín, reinaba el pánico entre los pobladores de la aldea. Más tarde, gentes casi enloquecidas de miedo huían en busca de salvación. Había dado luz un volcán en la tierra purhembe. En palabras del escritor mexicano José Agustín “era el suceso del año”. O dicho de otro modo, “El año del fuego”, como sugiere el título de la novela sobre el Paricutín de Martín David del Campo.
El testimonio del propio Dionisio Pulido, protagonista principal de este suceso, lo recoge Rafael Mendoza Valentín en su libro “Yo vi nacer el volcán: Historia, testigos y recuerdos, (tercera edición, León, Gto. 1988); donde explica que “a las 4 de la tarde dejé a mi esposa al fuego de la leña cuando noté que una grieta, que se encontraba en uno de los corrales de mi granja, se había abierto (…) los árboles temblaban, fue entonces que como en el agujero, la tierra se hinchó y se levantó 2 o 2.5 metros de alto y una clase de humo o de polvo fino comenzó a levantarse para arriba en una porción de la grieta que no había visto”.
Y cuenta el asombro que le causó, “Entonces me asusté grandemente e intente ayudar a la yunta del buey. Fue así que atontado no sabía apenas qué hacer o qué pensar y no podía encontrar a mi esposa, o a mi hijo, o a mis animales (…) Grité: Señor Bendecido de los Milagros, usted me trajo a este mundo. Entonces, miraba en la grieta donde se levantaba el humo y mi miedo desapareció por primera vez”.


“Me apuré -continúa- para ver si podía salvar a mi familia (…) monté mi yegua a galope a Parícutin donde encontré luego a mi esposa e hijo y amigos que me esperaban. Estaban asustados porque creyeron que estaba muerto y que nunca me verían otra vez”.
Por su parte, en la misma obra de Rafael Mendoza Valentín; su esposa Paula Galván aseguraba que se había quedado muda, el miedo los había invadido, “como a las 5 de la tarde, me dijo mi esposo que iba quemar unos apilos de basura allí en la lomita, al otro lado del llanito, y yo me quedé con mijo allí”.
Sobre el origen del volcán asegura que “mi esposo no había caminado mucho cuando oyó un ruido feo, como trueno de agua, como de un manadón de borregos que se asustan, como si fuera pasando un tren. Feo que se oyó, y vi que se abrió la tierra allí cerquitas de donde estaba. Y allí cerquitas de donde se abrió la tierra estaba un pino y pronto ardió, yo me asusté muchísimo, mi esposo también. El ya no se animó a acercarse acá con nosotros, sino que desde lejos nos gritó: se acaba el mundo, qué es esto, qué está pasando. Se acaba el mundo, y ya no lo volví a ver”.
Pasaron las horas, “mi esposo llegó como a media noche, pero no platicamos nada, porque yo no podía hablar del susto, pero él me dijo, -me acuerdo bien- si pudieron venir”.
Por la desconfianza, señala que ya no quiso ir a donde había nacido el volcán, mejor se quedaba encerrada en su casa, “sólo a mi esposo si le preguntaban muchas coas de cómo habíamos visto el volcán cuando nació. El siguió yendo al volcán.
En este tenor, Herminio Almendros recordaba en “Paricutín, el volcán recién nacido” (de “Lecturas ejemplares, aventuras, realidades y fantasías”, editorial Cultural Centroamericana, Guatemala, 1958), que cuando el matrimonio llegó corriendo aterrorizado a la aldea de Paricutín, todas las gentes huían ya enloquecidas de miedo:
“Vino la noche y se llenó todo del resplandor de aquella columna de lumbre envuelta en nubes de humo y vapores asfixiantes. A cientos de metros subían las descargas de piedras ardientes al rojo vivo, como de un gigantesco cañón que apuntase al cielo. Y el constante trueno era terrible y ensordecedor”.
También, se formaba un gran montón de piedras, arenas y cenizas alrededor del chorro de fuego. Y en la tercera noche de aquella enorme chimenea salieron bocanadas de lava, “de una masa fundida, centelleante y blanca de fuego, que resbalaba por las laderas del volcán en una espesa ola cambiada en rojo brillante conforme avanzaba por los campos, arrasándolo todo y convirtiéndolo todo en cenizas”.
Y prosigue:
“De muy lejos se veía en el volcán altísima columna de humo, que llegaba a más de 6 mil metros de altura, se oían las tremendas explosiones con que, cada cuatro segundos, lanzaba el cráter con increíble fuerza, toneladas de encendidos peñascos y encendida lava, que hacían crecer y crecer el cono del Paricutín”.
Desde entonces, el ardiente monstruo crecía y crecía. Llegando al final a más de cuatrocientos metros de altura, su base era ancha envolviendo los valles que antes eran verdes.
Justamente, el terreno donde nació el volcán era la parcela de Quisochu o Jizochu, y pertenecía a la tenencia de Parícutin, Municipio de San Juan de las Colchas o Parangaricutiro. La comarca adyacente al volcán la habitaban sobre todo purépechas, un pequeño número de mestizos y unos cuantos blancos (españoles). Toda esa población, no radicaba en habitaciones dispersas sino en pequeños poblados, de los cuales el más grande era el de Parangaricutiro (“con una loma al frente”) y también Paricutín (“del otro lado”).
Regresando al dueño del volcán, las interpretaciones del hecho fueron innumerables; por ejemplo, señala con cierto pulla Carlos Gaytan, en “Hacia el Volcán” que en un campo de labranza que andaba cultivando Dionisio Pulido: “Como en los cuentos de hadas, al dar Dionisio un golpe con su azadón, se abrió la tierra y salió humo denso. ¡Lástima que Dionisio fuera analfabeto! Si hubiera leído cuentos de hadas en su niñez, habría sabido que en esos casos el humo denso se convierte en un genio al que puede pedirse cualquier cosa. Pero como Dionisio sólo cree en Dios, en los santos y en el diablo, resultó imposible que se le apareciera un genio. Sólo es posible aquello que podemos imaginar”.


Cuando Dionisio Pulido pudo llegar a Parangaricutiro, “como el soldado de Maratón, cayó medio muerto después de su relato. Un tremendo derrame de bilis puso su vida en peligro” (sic).
Por cierto, los vecinos de don Dionisio Pulido aseguraban que no se trataba de un volcán, sino de “una volcana”, y que por eso arrojaba cenizas y arena; ya según ellos los volcanes sólo arrojaban lava. Para variar, algunos indígenas veían con malos ojos al dueño del predio donde se abrió el humeante cráter; lo consideran culpable de la situación por haber dejado que brotara el monstruo:
“Dionisio Pulido no dejaba de suponer lo que se pensaba de él, mientras se ganaba unos centavos que le obsequiaban los turistas, particularmente gran parte de norteamericanos, felices de conocer al dueño del volcán”; incluso la revista metropolitana “Tiempo”, en su edición 18 de Junio de 1943, afirmaba que “había vendido en 7.00 pesos el Paricutín al Dr. Atl (Gerardo Murillo), célebre pintor y literato, quien de esta forma construyó una cabaña en una de las lomas que dominaban su desapacible propiedad; desde allí la vigilaba, satisfecho de haber adquirido el volcán en crecimiento”.
En síntesis, el desarrollo del volcán seguía, y finalmente, a principios de los cincuenta del siglo XX, el Paricutín empezó a desfallecer. Duró en actividad del 20 de febrero de 1943 al 4 de marzo de 1952, la elevación del cono fue de 424 metros de desnivel con relación al valle de Quitzocho-cuiyutziro. Y se determinó que había sido del tipo extromboliano.
Por su parte, agrega Paula Galván en el libro de Rafael Mendoza Valentín que dos meses después de que surgiera el fenómeno natural regresaron otra vez a Paricutín, “donde aguantamos otro mes más. Después nos trajo la federación. A mí me trajeron a fuerzas (a su nuevo hogar en Caltzontzin), yo no quería salirme de mi pueblito, hasta nos enojamos con mi esposo, porque yo no me quería salir (…) Después mi esposo se fue como 8 meses a Estados Unidos, trabajó en la naranja y también platicaba a los gringos de lo que había visto”.
No obstante, pocas referencias dan cuenta del dueño del volcán, principalmente en la última etapa de su vida. Aunque hay un autor, Mario Moya Palencia, que se dio a la tarea de saber sobre el destino de Dionisio Pulido Mateo, en “Los ojos del tiempo, Novelas Cortas”, Porrúa, México, 1993.
Esto escribe:
“Nadie sabe a ciencia cierta de qué murió Dionisio Pulido. Su esposa Paula Galván que viviría hasta los noventa y cinco años dice que fue a causa de que ya no se halló en Caltzontzin, porque se había acostumbrado a los Estados Unidos. Su hijo Inés Crescencio confió a otros que fue de tristeza y de que desgraciadamente bebía mucho”.
Moya Palencia entrevistó a los vecinos del poseedor del volcán, y sostiene que la mayoría de quienes le sobrevivieron entre los antiguos pobladores de Paricutín y de San Juan le comentaban “que Dionisio murió porque vio apagarse su volcán en marzo de 1952 y agarró una enfermedad de soledad y nostalgia”.

“Cuando murió el Paricutín, Dionisio se murió con él”, aseguran varios de los tarascos de la meseta volcánica.
También, como es natural “otros cuchichean simplemente, que se le había parado el corazón, luego de varios meses de que se desesperaba y sufría al oír el terrible silencio en la comarca, el tenue silbido del viento sobre la arena negruzca o pajiza del páramo, el crujir de la lava porosa convertida en piedra esponja: la ausencia de su volcán”.
Para muchos pobladores de Caltzontzin “el recio purépecha ya no pudo sobrevivir a la contemplación del esbelto como silente, al mutismo del Paricutín, a la transparencia del cielo de Cuiyutziro y de Quizotcho ya sin humareda prieta, sin chispas nocturnas, ni piedras rumorosas, a la aridez del malpaís, despoblado de lava viva y crepitante.”, expresa con poesía el escritor.
Y narra:
“Dicen que muerto Tata Lázaro, Dionisio ya no tenía por qué vivir. Y lo que más le molestó fue que cuando la erupción se cortó súbitamente a los nueve años, once días y diez horas de aquel 20 de febrero”.
Por su parte, los demás indígenas comenzaron a aceptar que el volcán era de su propiedad: ¡cómo ya no servía y ya nadie venía verlo! “La vida –entonces- le pareció absurda e inútil a Dionisio, y pensó que no tenía ningún sentido para él. Su fuerza era el volcán; sin su inmenso poder, su potencia desbocada, su furia telúrica, él –pobre indio pata rajada- ya no era nadie. Se fue apagando lentamente, no de jalón como el cerro de fuego que naciera en su parcela, sino a poquitos”.
El destino estaba cerca para aquél indígena que se hiciera famoso hasta en tierras lejanas por ser “el dueño del Paricutín” y quien, como señalara acertadamente José Revueltas en su texto “Sudario negro sobre el paisaje”, “era la única persona del mundo que puede jactarse de ser propietario de un volcán, no es dueño de nada. Tiene para vivir, sus pies duros, sarmentosos, negros y descalzos, con los cuales caminará en busca de la tierra, tiene sus manos, totalmente sucias, pobres hoy, para labrar ahí donde encuentre abrigo. Sólo eso tiene, su cuerpo desmedrado, su alma llena de polvo, cubierta de negra ceniza…”
El cielo se puso diferente, como en los primeros días de la génesis del Paricutín, y de repente una paloma gris apareció: “en la mañana del 30 de octubre de 1954, Dionisio se enfrió igual que su montaña adornada de nubes blancas”.
“Lo enterraron en una tumba de nubes blancas. Lo enterraron en una tumba sin lápida. Crescencio (Inés), su hijo, acarreó arena gruesa y ceniza negra del volcán para cubrirla. El y Paula, no pudieron llorar porque sus ojos estaban secos como el malpaís”, concluye Mario Moya Palencia.

Notas:
* El término purépecha debe ser “Parícuti”. No obstante, se le conoce más como Paricutín.
** Dionisio Pulido Mateo se casó en primeras nupcias con Victoria Rojas, con quien procreó a Casimira y Luis. Y en segundas nupcias, ya en la época del volcán, con Paula Galván Rangel, con quien tuvo a Crescencio (Inés).

Texto: Sergio Ramos Chávez, Cronista de la Ciudad de Uruapan.

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