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Pátzcuaro, la ciudad amada por Vasco de Quiroga

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  Según la Relación de Michoacán, el nombre originario de Pátzcuaro fue el de Tzacapu-Humacutin, que significa: “En donde está la piedra que señala la entrada al paraíso”, o sea la entrada al Tlalocan tarasco.

Don Vasco de Quiroga, reconstructor de Pátzcuaro y seguidor de la tradición indígena, resolvió construir en el mismo sitio la ciudad colonial, desde donde el culto religioso llevaría a los indígenas al cielo. Tradicionalista genial, superpuso la colonia a la época precortesiana.

La puerta del cielo por donde acudían y subían los dioses tarascos estaba en el lugar llamado Petazecua, que eran unas peñas sobre alto, encima de las cuales asentaron sus cúes. Hoy día se encuentra allí la huerta del templo de la Compañía.

En sus correrías por las orillas del lago llegaron los tarascos a una región boscosa cerrada de grandes pinos y encinos y siguieron el único camino señalado por el río Guani. Dice la Relación: “Estaba todo cerrado con árboles y con encinas grandes y llegaron a la fuente del patio del obispado, lugar en donde nace el manantial descubierto por Don Vasco y llamaron aquel lugar Cuirisquataro y vinieron y descendieron hasta la casa que tiene ahora don Pedro, gobernador de la ciudad de Michoacán: “…luego descubrieron los cuatro peñascos que recibieron el nombre representativo de los cuatro dioses”.

Así surgió el Pátzcuaro precortesiano: “…después a mano de tierra, sacando por algunas partes las paredes de piedra para igualarle y allanarle formaron la plazuela de la Basílica de La Salud, con sus grandes rampas que bajaban hasta el lago y se convirtieron en arterias de la nueva ciudad; la gran plaza ceremonial, se encuentra en el mismo sitio aprovechado por los españoles como corazón de la nueva población”.

La Relación concuerda con los datos recogidos por el padre jesuita Francisco Javier Alegre en su historia de la Compañía de Jesús, cuando confirma que el colegio de Pátzcuaro se edificó en el lugar donde se encontraba el cu o templo mayor de Pátzcuaro, junto a un gran bosque que había sido teatro de la alta contemplación y de las rigurosas penitencias del señor Don Vasco de Quiroga.

Así topamos con el nacimiento de Pátzcuaro: una ciudad nueva, superpuesta a la antigua indígena. Don Vasco aprovechó hábilmente la gran plaza ceremonial en que los tarascos enterraban a sus muertos, como se comprueba con los numerosos entierros encontrados. La plazuela de la basílica, construida por los primitivos pobladores, fue el sitio escogido para su gran utopía arquitectónica: construir la catedral más grande de la cristiandad americana, concebida con cinco grandes naves en forma de mano y dominando el paisaje del lago.

Un mundo de formas surgió de los artistas tarascos; gran sentido la plástica se refleja en sus estatuillas e idolillos, de las cuales está ausente el espectacular dramatismo de los escultores de Colima y Nayarit; sus joyas de obsidiana, de gran fragilidad, con incrustaciones de oro y turquesas; las orejeras de oro adornadas con plumas de colibríes, y las pinzas de plata tienen la misma belleza y proporción de las esculturas tarascas. La cerámica aparece como obra de filigrana decorada con grecas o con los animales sagrados de la tribu: coyotes y garzas estilizadas, o con las flores de la región como la apatzecua (flor de muerto). Todos estos elementos dieron su propia personalidad a la cultura tarasca. Las formas más variadas en la cerámica policromada aparecen como reflejo de un pueblo con mentalidad artística.

Diversas corrientes culturales acogidas por la cultura tarasca, como la llevada por la migración nahua a Pátzcuaro en materia del Lienzo de Jucutacato, de orfebrería, según se desprende de la interpretación realizada por el distinguido maestro Jiménez Moreno.

En dos grandes vasijas localizadas en la región arqueológica de Jiquilpan aparecen los sacerdotes usando grandes mantos de plumas de colibríes y soberbios penachos; fabricaron ídolos con la médula del maíz, y decoraron lacas con gran primor. Utilizaron todos los elementos de la tierra para integrar la cultura.

Don Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, tuvo la virtud de saber aprovechar la cultura tarasca y proyectarla en una nueva etapa de su desarrollo.

Cuando llegó Don Vasco, no existía ya el organizado panorama descrito por la Relación de Michoacán. Los indígenas habían huido al monte refugiándose de las persecuciones de Nuño Beltrán de Guzmán; Pátzcuaro estaba arrasado y quemados lo templos de Tzintzuntzan.

Para los tarascos, los españoles eran seres montados a caballo en loca persecución de joyas y piedras preciosas. Pero el español don Vasco de Quiroga perseguía pacíficamente al hombre desconocido de Michoacán, al artista ignorado. Grandemente humano y con genio extraordinario, no solamente buscó a grandes maestros como fray Alonso de la Veracruz para cristianizar y civilizar a los tarascos, sino además, descubrió al artista ignorado que, sin saberlo él mismo, dejaba estampada una huella de su alma al dibujar un adorno en una vasija de barro o en una laca prodigiosa. Vasco de Quiroga descubrió en el mundo  de los humildes a sus artistas anónimos.

Las colecciones de los museos de Pátzcuaro y de Morelia demuestran cómo el artista tarasco realizó un arte propio, cómo los caballos europeos fueron pintados con interpretación distinta, cómo se estilizaron los barcos y las flores de los mantones traídos en la Nao de China.

Del antiguo arte a la escultura hecha con el material de la caña de maíz y de las orquídeas, surgieron imágenes religiosas como la Virgen de la Salud de Pátzcuaro, la maravilla del Cristo de la Tercera Orden, o los cristos populares y sangrantes de los pequeños pueblos. Un nuevo tipo de cruz surgió adornada con espejos de un auténtico Nuevo Mundo.

Los artistas de pluma de colibrí, bajo la dirección de Quiroga, dieron nacimiento a los mosaicos de plumas, ornamentos, capas pluviales, imágenes religiosas y paisajes de la región. Estas muestras del arte tarasco salían a Europa y hablaban de un auténtico Nuevo Mundo.

La tradición de los orfebres siguió desarrollándose en Pátzcuaro: los planadores en Santa Clara del Cobre; la cerámica policromada de Tzintzuntzan, Patamba, Capula, Panícuaro y Santa Fe de la Laguna; las bateas y baúles pintados en Cucupao (Quiroga); en Teremendo y Azajo nació la industria de la curtiduría; las esferas de tule en Ziróndaro e Ihuatzio; la carpintería en Guanajo; en Paracho, los instrumentos musicales y la tintorería; en San Felipe la herrería; en San Juan Parangaricutiro las colchas hechas con el viejo sistema de la patacua o telar primitivo de los tarascos; los deshilados en Aranza; en Nurío, la sombrerería. En Pátzcuaro brilló el artesanado en  todos los aspectos; fue el centro de los maestros. Después de la desaparición de la casa de los altos estudios de Titipetío, en Pátzcuaro se encontraban los artistas que hicieron los Cristos de caña; los instrumentos musicales de latón, especialmente las chirimías, las telas, las cobijas; la platería y la industria de las lacas pintadas con pincel, en las cuales se introdujo el oro como motivo decorativo.

Sería largo hablar de las antiguas industrias, que autorizaron el elogio del cronista Larrea; “son eminentes en todos los oficios, de tal manera, que sus curiosidades han recorrido a todo el mundo con aplauso general”.

Para desenvolver la economía de la gran artesanía y para evitar la competencia, Vasco de Quiroga organizó el mercado de diferentes días y en diversos pueblos de su provincia. A Europa se enviaban obras de arte: el Santo Cristo en Telde de las Islas Canarias, procede de Michoacán, y en diversos museos se conservan los mosaicos de plumas.

El mercado de Pátzcuaro conservaba todavía su colorido, la variedad de la cerámica policromada; las frutas de tierra caliente y de la fría; el pescado blanco del lago; las verduras olorosas que llevan las indias. Todavía no es el afán de lucro el que lleva a las indias al mercado, llegan con el deseo de pasear, de platicar, de cambiar sus mercancías. El día de mercado es para los pueblos ribereños un día de fiesta y alegría. Se encuentran allí cobijas y mantas adornadas con colores vivos que recuerdan la antigua cerámica; telas realizadas en telar colonial, deshilados de Aranza que recuerdan los encajes de Holanda.

Se ha escrito que Cristóbal Colón descubrió la tierra americana, en Guanahaní, tomó solemne posesión del Nuevo Continente en nombre de don Fernando y doña Isabel. Cada uno de los descubridores y conquistadores españoles siguientes repitieron la ceremonia con igual solemnidad.

Pero los hombres no pueden tomar posesión de la tierra sin que la tierra tome a su vez posesión de ellos, y esta acción recíproca, en virtud de la cual los conquistadores se arraigan en México, viene a ser el proceso que durante tres siglos rige la evolución del imperio español.

Durante estos tres siglos actúan en el seno de las Indias dos fuerzas antagónicas: el anhelo de la sangre blanca por seguir siéndolo, manteniéndose tan cerca como sea posible de España, fuente y origen, y la atracción de la tierra y de las raíces indias.

Don Vasco de Quiroga fue español, más su asimilación a estas tierras es tan grande que lo ignoran en su pueblo natal: la Villa de Madrigal de las Altas Torres, en la provincia de Castilla la Vieja.

Es que Don Vasco de Quiroga pertenece a México, a Michoacán, desde la época en que se desposó con la pobreza, la fe y la dulzura de estas tierras.

Cuando Don Vasco llegó, los indios se habían remontado a la sierra, como hemos indicado, pero las persecuciones de Nuño de Guzmán. La persuasión logró que regresaran a sus pueblos y los reconstruyeran.

Con inquietud colonizadora, fundó curatos y puso las bases de los pueblos de Indaparapeo, Pénjamo, Puruándiro, Chucándiro, Copándaro, Huandacareo, Huango y Yuriria.

Siguió en su constante caminar recorriendo los pueblos: Salamanca y San Miguel, en Guanajuato recuerdan su protección material y espiritual, lo mismo que Santa Clara del Cobre, Irapuato, Silao, Huaniqueo, Dolores y Valle de Santiago. Hasta el lejano y montañoso Tancítaro, llegó el fatigado obispo. Fundó el curato de Zamora, junto a la Ciénega de Chapala; en las montañas de Zitácuaro, en un pequeño pero magnífico valle caliente: Tlazaxalca. En Hucareo hasta Santa Fe del Río encontramos su ala protectora.

Solamente este capítulo de la obra de Don vasco requiere un libro de investigación dentro de la historia de Pátzcuaro.

El 10 de septiembre de 1534 se convirtió Pátzcuaro en capital de la provincia, por el empeño del obispo. Así lo determinó el emperador Carlos V: “… ahora habremos mandado que los dichos indios que viven fuera de poblado se junten en un pueblo… es nuestra merced, y mandamos que ahora de aquí en adelante se llame e intitule ciudad de Michoacán”. En ella fundó instituciones como el hospital de Santa Marta con su iglesia; y patrocinó a los franciscanos en la fundación de su hospital, así como a los agustinos.

En el año de 1540 fundó el Colegio de San Nicolás, dedicado en los primeros años a la enseñanza de jóvenes españoles e indios que no bajasen de 20 años. Se les instruía en latinidad, teología, moral y derecho canónico, a la vez que aprendían la lengua tarasca. Anexo al Colegio una escuela en la que se enseñaba a los indios a leer y escribir. Basta decir, en honor del Colegio de San Nicolás, que allí se educaron los caudillos de la Independencia y que la mayor influencia ideológica del plantel, la constituyó la historia y vida de Don Vasco de Quiroga, escrita por el rector Juan José Moreno, maestro de Hidalgo y Morelos.

Fundó el Colegio de Niñas en Santa Marta, para doncellas españolas e indígenas, en donde se amparaban para “librarlas de los peligros del mundo” y se les impartía enseñanza adecuada a su clase y sexo.

El bibliógrafo Beristáin publicó la nota de las trece obras escritas por Don Vasco de Quiroga, distinguiéndose las reglas y ordenanzas para el gobierno de los hospitales de Santa Fe en México y Michoacán, en donde puso las bases de una nueva organización social inspirada en los humanistas del siglo XVI. Anhelaba un mundo de igualdad con raíces claramente indígenas. Fue indudablemente, el primer gobernante de América que estableció la jornada de 6 horas de trabajo.

Todo gran hombre tiene su leyenda, y la figura de Don Vasco está envuelta por el recuerdo y la exaltación popular; se recuerda esta leyenda: No había agua suficiente en Pátzcuaro. Era esta una de las preocupaciones razones de los vecinos para que no se moviese en Tzintzuntzan la capital del reino. Se dice que el buen obispo un día, tranquila y silenciosamente salió del hospital, solo, con su ancho sombrero y su báculo, deteniéndose aquí y allá, para saludar y bendecir a los indígenas, mujeres, hombres y niños que se le acercaban. Al llegar al sitio en donde ahora brota el manantial, dio u golpe con su báculo -que no era de oro ni de plata, sino de madera, de cualquiera encina de estos montes; su báculo que todavía hoy se conserva en la iglesia de la compañía como una preciada reliquia- y brotó entonces el caudal del agua de Pátzcuaro, tan cristalina y tan buena. La leyenda fue recogida por Alfredo Maillefert.

El gran amor de los tarascos por Don Vasco y su recuerdo vivo todavía en la memoria, es notable, sobre todo, en la sierra de Nahuatzen y Paracho: hay un punto en esos caminos que se llama Obispo Tirecua, que quiere decir: “lugar donde caminó el Obispo”.

En un camino de la sierra de Uruapan –refiere don Vicente Riva Palacio-, se encontraba una especie de altar de cantera de un poco más de un metro de altura y sin adorno de ninguna clase; por delante y al pie de este monumento, el terreno estaba algo hundido formando una pequeña oquedad; al pasar los indios por el sitio tradicional nunca dejan de poner en el hueco de la tierra su propio pie para vigilar sus apriscos. En el templo de la Compañía existía la campana milagrosa de Don Vasco, que tenía la singular eficacia de disipar las tempestades y atraer la buena lluvia; su factura india revela que data del siglo XVI.

Una mancha blanca en el retrato de Don Vasco que se encuentra en el Museo Michoacano, más que efecto de luz o torpeza de un pintor indígena, se consideraba como huella del mal del pinto –la jiricua de los indios- adquirida en los viajes, bautizos y comuniones, prueba del contacto íntimo entre el pastor y sus ovejas. La cara consumida y morena fue requemada por el aire tórrido y el sol fulgurante completando la asimilación del europeo a la tierra india.

Refería el abad de la basílica, señor Nambo, que durante los largos años de hambre en que el pueblo de Pátzcuaro gemía por falta de maíz y cereales, él imploraba la memoria de Don Vasco en el templo de la Compañía. Agregaba que claramente oía tres golpes y que entonces, optimista, salía a pedir maíz, consiguiéndolo siempre para su pueblo.

Después de muerto el apóstol, los indios creían ver por las noches una solemne procesión de espectros que salía de la iglesia de la Compañía, presidida por difuntos, y admiraban un arco de luces desde la tumba venerable hasta el templo de Nuestra Señora de la Salud.

Señala su biógrafo Juan Joseph Moreno que a los 95 años de edad emprendió su última caminata rumbo al pueblo de Uruapan; llegó hasta la Huatápera extenuado, bajó de su mula; al entrar en la sacristía del pequeño templo colocó su capa negra en lo que creyó ser un cirial atravesado por la ventana.

En el templo de la Compañía de Jesús en Pátzcuaro, existía una pintura que lo representa muerto, pálido y consumido por el cansancio y las grandes vigilias, a los 95 años. “La muerte le atajó las marchas”, según expresión de su biógrafo Juan José Moreno.

Dejó como único patrimonio 635 libros, pasión de su sabiduría, y 10 mapas geográficos de las rutas que trazó en Guanajuato y Michoacán.

En 1800, Pátzcuaro era ya la ciudad que conocemos, con algunas modificaciones. Una relación de 1748, nos la describe así: “Está recintada de cerros, forma entrad una calzada ancha, toda de piedra y los primero que se descubre por el oriente es una capilla en donde se venera la imagen de Nuestro Redentor Crucificado, y llaman a este año El Humilladero, por ser el paraje en que los indios vieron doblar la rodilla a españoles ante la cruz del Redentor; su iglesia parroquial fue por espacio d 30 años catedral de Michoacán, cuyo nombre le proviene de la laguna, que en su idioma quiere decir: “lugar donde hay pescado”. El templo es de una sola nave, pero sus cimientos se dispusieron para cinco, en forma de una mano y en cuyo estado permanece por haberse trasladado la silla episcopal en camino de Valladolid, y si perfectamente se acabara, fuera obra de las más insignes de la América, pues la única nave que hoy tiene, es por su primor, admiración de los más diestros arquitectos.

Todavía en esa época se conservaba la gran biblioteca de los jesuitas expulsados de la Nueva España, pero ya se había trasladado a Valladolid el Colegio de San Nicolás. Ilustraban al pueblo los conventos de San Francisco, San Agustín y San Juan de Dios, conservándose celosamente las bibliotecas, que luego desaparecieron.

Pero la plaza se había transformado, plantándose los primeros fresnos y habían desaparecido los viejo deportes de la colonia, como el correr cañas, en que los españoles cubiertos con armaduras imitaban batallas.

Ya existían, sin embargo, la mayor parte de las casas que admiramos: la Casa del Gigante construida por los condes de Menocal, influenciada por el estilo barroco de la residencia principal del convento de las Catarinas, e interpretado por manos indígenas; la Casa de las Aduana Vieja ostentaba sus grandes marcos de piedra de clásico barroco, mutilados posteriormente; la casa del portal chaparro, con sus fuertes pilares de madera, era representativa de los primeros años de Pátzcuaro; en el mismo lugar que conocemos ahora existía el ayuntamiento y habían desaparecido las Casas Consistoriales; la casa de don Antonio Huitziméngari lucía su magnífico interior con rudeza un poco arcaica; la casa de los Uribe lucía su clásica escalera chueca. En la soledad de la gran plaza los criollos se reunían en la casa de los Valencia. Las viejas familias españolas, formadas por hombres rudos, habían educado a sus hijos con sólida cultura y soñaban con la libertad de su Patria. Estas reuniones estaban conectadas con las que se verificaban en Valladolid y Querétaro, y su principal fue don Manuel de las Torre Lloreda, amigo personal de don Miguel Hidalgo.

Al descubrirse la conspiración de Pátzcuaro, fue tomado preso el padre Lloreda y enviado a la capital de la provincia en donde fue encerrado en una celda húmeda en el convento de San Diego. Afirma don Nicolás Lloreda que fue tal la impresión que causó este hecho en el ánimo del señor Hidalgo, entonces párroco del pueblo de Dolores, que fue este uno de los motivos que lo presionaron para lanzarse intempestivamente a la resolución de la independencia. Los principales vecinos estuvieron comprometidos en la conspiración; esto se comprueba con el hecho de que cuando fue fusilada doña Gertrudis Bocanegra en el año de 1817, la ejecución se llevó a cabo en la plaza principal, en contra de la costumbre establecida, de efectuar estos actos en la plaza de San Francisco.

Al convertirse México en una nación independiente, la tranquilidad de la ciudad se vio turbada por las guerras de centralistas y federalistas. En 1840 la marquesa de la Barca visitó la ciudad:

   “Sobre colinas y vallas. A través de arbustos y zarzales”. “Pátzcuaro es una pequeña y bonita ciudad, cuyas casas tienen techos inclinados, se parece a una ciudad de Cataluña. Es enteramente diversa de las demás ciudades mexicanas”, escribió la gran escritora.

Desde el cerro de El Calvario, muchas veces hemos admirado el paisaje con el lago en el fondo, de color del cielo según el tiempo nublado o resplandeciente y a la hora del día.

Cerro y montañas dan colorido al paisaje, rojo el cerro, blanca la loma y verdes las otras montañas, envuelto todo e el sol fuerte y vivificado.

El caserío se caracteriza por el color rojo oscuro de sus tejados escalonados, en perpetua rebeldía e incesante carrera y un levantarse y un caer. De los tejados se elevan torres, múltiples y distintas en cuanto a forma, edad y significación, coronadas la mayor parte con tejadillos y campanas sonoras que recuerdan el llamado de Don Vasco.

La ciudad fue edificada en diversos planos, de acento con la proyección utópica de su fundador. Tras las lluvias invernales, flores de primavera surgen aromando los alrededores; entonces las laderas toman el color amarillo fuerte de las flores de los andes, el blanco de las estrellas, el solferino de los mirasoles. Los jardines, que han conservado la característica de los viejos huertos tarascos, se blanquean por los alcatraces y toman color con las rosas de espina. Los grandes fresnos de la plaza intensifican su verde y la luz vence a todos los colores, la ciudad se mueve bajo la primavera. Todo palpita y vive, justificando el nombre de la antigua capital del reino tarasco: Tzinztuntzan, lugar de los colibríes.

   “Sólo es luz emplumada el colibrí, luz con alas o mínima saeta, que las flores se lanzan una a otra, el corazón de aroma y de rocío”.   

Texto, Antonio Arriaga. De: “Mensaje”, Organo de la Sección XVIII del SNTE, Morelia, 1965.

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