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Al menos hay la seguridad de que lo vieron en Uruapan convirtiendo diablos en ángeles

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Hábilmente construida y adaptada, “El evangelio de Lucas Gavilán”, de Vicente Leñero, es una obra muy interesante, una respuesta ética y social al mundo de los marginados, «los desheredados de la Tierra». Una novela de impecable prosa con conocimiento del lenguaje de los pobres; una escritura exigente y vigilante que evidencia la madurez literaria de Vicente Leñero. Con el protagonista, Jesucristo Gómez, los mexicanos morimos todos los días. Un pasaje de la obra ocurre en Uruapan.
Juego de signos dobles, Jesucristo Gómez significa la interpretación del Evangelio de San Lucas, a la luz de un compromiso de clase que transforma la religión en una forma de ser Jesucristo Gómez actualiza el texto evangélico y lo encarna en problemas de nuestro tiempo, se apodera de la verdad del mensaje cristiano para hacerlo hablar literariamente y combate la buena conciencia farisaica en todas sus manifestaciones: “el pecado es marginar —señala el autor—, que el hombre no sea dueño de sus propios actos, dueño de su propia vida, dueño de su libertad Todo lo que permite al hombre ser realmente libre, estar sin cadenas, es el bien, y cuanto se lo impide es el pecado”. Un nuevo mesías, Jesucristo Gómez, anda por Uruapan.

He aquí el relato:

Dicen que anduvo un tiempo por Michoacán. Al menos hay la seguridad de que lo vieron en Uruapan convirtiendo diablos en ángeles

Jesús enseña en Capernaum. Y cura un endemoniado (4, 31, 37).
Era el domingo, muy de mañana. En una calle empinada a las afueras del mercado hervían las grandes cazuelas de chicharrón y pancita en chile rojo, y hombres humildes de la región se acuclillaban en la banqueta frente a la mesa improvisada con tablones, para llegarle con ganas al almuerzo tempranero. Entre la media docena de tenderetes, ninguno tan frecuentado como el de doña Cari y su hija Caritina. Además de que su pancita de veras era de veras como no hay otra, doña Cari servía los platos hasta el borde y daba un tambache grande de tortillas. Por si fuera poco poco estaba muy limpio siempre. Platos y tazas relucientes, su mantelito de plástico, su servilleta doblada, su sal en cazuelitas. Daba gusto ir con doña Cari a aliviar la cruda madrugona y a comenzar el domingo sin dolencias.
Frente al puesto de doña Cari se detuvo Jesucristo Gómez mirando hacia las cazuelas, acariciando su hambre. Cuando ya se iba lo descubrió un campesino que el jueves anterior había escuchado a Jesucristo en el parque. El campesino engulló con todo y tortilla una grande porción de pancita y habló con boca repleta:

-Bueno días maestro, éntrele.
Jesucristo Gómez entrompo la boca y meneo la cabeza.
-No se haga del rogar, yo invito –insistió el tipo. Estaba con los otros dos. Lo presentó:
-Este es –dijo, como si ya hubiera hablado de él.
-Ah!, mucho gusto –dijeron los amigos del invitador.

Apenas doña Cari le sirvió su plato a Jesucristo Gómez, se arrancó la plática. EL campesino invitador quería saber más sobre ese tiempo de la justicia que ya andaba llegando, según lo había anunciado Jesucristo en el parque nacional.
-¿Cómo está eso? Preguntó el campesino.
-Así nomás –dijo Jesucristo sopeando la tortilla en el caldo.
-Porque aquí siempre dicen que las cosas van a cambiar y todo sigue igual o peor.
-Puras habladas –terció uno de los amigos.
-Y usted dice que es cosa de Dios. Siguió el campesino.
¡Cómo está eso!

Jesucristo Gómez tenía flojera de empezar el día con sus discursos pero tuvo qué. Ni modo de hacerse el zonzo- Le preguntaban y él se veía obligado a explicar cómo estaba eso de la Justicia de Dios ganada a pulso entre todos y no llovida del cielo gratis. El mundo no es una tierra de temporal donde los hombres cosechan nada mas cuando hay suerte, es más bien una tierra de labor a la que todos deben chingarle.
-¡Cállese, buey, ya me tienes hasta los guevos!

El hombre del insultó se hallaba a tres lugares del campesino invitador, en la otra esquina del tenderete. Era corpulento, cetrino y ni que decir que andaba bien borracho; el blanco de sus ojos reventaba de venas coloradas.
Hasta el momento del grito el campesino invitador reparó en la presencia de Doroteo Arenas, como se llamaba el interfecto, y rápido de sesgo para decir por lo bajo a Jesucristo Gómez.

-No le hagas caso maestro, no es gente de fiar.
Menos que de fiar, Doroteo era un tipo de veras peligroso. Con más de seis vida sobre su conciencia había levantado su fama de matón y la traía con orgullo por todo Michoacán. Se la rifaba por quítame estas pajas. Vivía pegado a su machete, y cuando estaba borracho se ponía como un endemoniado a la menor provocación, agarraba el arma y rájale, contra el primero que lo veía feo o se le ponía respondón, a sabiendas de a su paso por la cárcel, si acaso conseguían enjaularlo no duraba una semana porque las gentes del gobernador le debían servicios por montones.
A pesar de las advertencias, Jesucristo Gómez metió su mirada hasta el alma de Doroteo Arenas.

-¿Qué me ve cabrón?, ¿qué me ve?, ¿qué me ve?. Aquí no venga con mamadas de la Justicia de Dios, porque me lo chingo.
Los parroquianos de Doña Cari se pusieron de pie, de sopetón. Se irguieron también el campesinado invitador y sus dos amigos.
-Véngase maestro.
-Vámonos.
Pero Jesucristo acuclillado, continuó su camino con su mirada metida en los ojos de Doroteo, mientras Doroteo se soltaba gritando palabrotas, iracundo porque sus amenazas no intimidaban al desconocido.
El matón escupió un gargajo sobre los tablones y empuñó el machete.
-¡A mí nadie me mira así, hijo de tu chingada madre!
El primer machetazo partió el plato donde había comido Jesucristo Gómez; el segundo le pasó rozando una oreja y se encajó por instantes en el plato.
¡Agárrenlo, lo va a matar! –gritaba doña Cari.
Catalina salió corriendo hacia la plaza.

Jesucristo continuó inmóvil a su derecha y a su izquierda caían machetazo y tras machetazo sin rasgarle siquiera la camisa, quizá porque el estado de embriaguez desviaba los golpes.
Bufante, tambaleándose, el matón soltó una palabrota y lanzó el ultimo machetazo. La punta dio en el filo de la banqueta y el arma salió disparada por los aires, perdida del control de Doroteo Arenas.
El hombre cayó agotado de nalgas. No pudo contener el vomito. Como de un volcán, su boca eruptó una masa amarilla que salpicó las ropas de su enemigo y se derramó sobre los mantelitos de plástico de doña Cari.
Ni aún en ese momento se movió Jesucristo Gómez.

Entre estertores vomitaba Doroteo Arenas, al tiempo que su cuerpo iba encogiéndose y un llorar incontenible lo agitaba de convulsiones. Mocos, babas, lagrimones derramaba Doroteo Arenas llamando a su madre con una voz que parecía la de un chiquillo enfermo.
Jesucristo dejó pasar unos segundos antes de inclinarse sobre el borracho. Se rasgó la camisa, y con el trozo de tela se puso a limpiar el vomito, los mocos y las babas de Doroteo.

Le hablaba en voz muy baja, con ternura. Lo limpiaba suavemente ante la mirada atónita de los parroquianos de doña Cari.
-¡Miren nomas!
-¡Quién iba a decirlo!
Cuentan que esa misma noche de domingo, Jesucristo Gómez y Doroteo Arenas se fueron juntos, camine y camine, por las vereditas del Parque Nacional hasta la Rodilla del Diablo, donde nace el rio Cupatitzio. El diablo se había convertido en ángel.

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