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Mis impresiones del viaje a Uruapan, 1842

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1º de diciembre de 1842.- Montamos temprano, por la mañana, y dimos un paseo a través de las callejuelas sombreadas por árboles frutales y por otras cubiertas por flores de extremada belleza, de cuyos nombres sólo conozco el de floripondio; trepamos a los bosques de pino, alegres y fragantes por el espliego silvestre y por las brillantes flores: entre las rocas formaba cascaditas el río.

Después de cabalgar por estas alturas cosa de dos leguas, llegamos a los lindes de un espléndida encinera. Aquí nos vimos precisados a descender de los caballos y a caminar a pie, bajando por el más largo, el más empinado y el más resbaloso de los senderos, que culebreando desciende a través de los bosques; esperábamos ser recompensados de nuestras fatigas por la contemplación de la célebre cascada de la Tzaráracua.
Después de haber bajado hasta el pie de la encinosa montaña, llegamos a un gran espacio cerrado por altaneras rocas, prodigiosos baluartes naturales, y pasamos a través de una gran caverna, de la que sale el río tronando e hirviendo para echarse en el valle y para formar la gran cascada de la Tzaráracua, que en la lengua tarasca significa cedazo.
El viaje es de lo más fatigoso, pero vale la pena venir desde México para ver algo tan salvajemente majestuoso. Las cataratas de 50 a 60 pies de altura y de grueso volumen. Las rocas están cubiertas con árboles y con flores. Así como con chorritos de agua que brotan de cada grieta.

Una linda flor, que parece de conchitas blancas y color de rosa, brota entre las piedras cerca del agua; entre estos bosques hay culebras de cascabel, y, de cuando en cuando, se han visto jabalíes salvajes.
Las señoritas Izazaga cuando eran niñas, es decir, hace dos o tres años, vagaban una vez por los senderos de la montaña, cuando vieron una inmensa culebra de cascabel enroscada, y, tentadas por lo brillantes de sus colores, iban a levantarla cuando el animal despertó apresuradamente de su sueño, se desenroscó y rápidamente se deslizó delante de ellas, por la vereda, haciendo sonar sus cascabeles durante largo tiempo.
Nos sentamos junto a las cataratas durante largo espacio, sin cansarnos de mirar aquellas aguas que hervían, burbujeaban y espumaban, y que, por último, rodaban con velocidad de la misma corriente plácida que entre las riberas corre tan gentilmente cuando no encuentra obstáculo, y luego mirábamos los hilitos plateados de agua y cómo formaban cascaditas entre las rocas; por último, nos vimos precisados a regresar trabajosamente, ascendiendo la resbalosa montaña. Nos acompañaban varios oficiales, y, entre otros, el comandante de Uruapan.

El señor… dice que en la actualidad están aquí muy ocupados, a instigación de un francés llamado Genould, en plantar una gran colección de moreras, que en este clima se dan maravillosamente, por la producción del gusano de seda. Pero carecen de vías para el transporte, y ¿en qué mercado podrán vender la seda? Hay aquí mil mejoras que hacer y las cuales serían más provechosas que ésta.
La atención debería fijarse en productos valiosos e importantes como el azúcar, el grano, el maíz, los minerales, la madera, el algodón, la fuerza motriz para la maquinaria. Nuestra cabalgata rumbo a casa fue agradable; cuando regresábamos, entre las callejuelas que conducen al pueblo, nos deteníamos a cada momento para contemplar los raros órdenes de los árboles; luego cortábamos ramas con flores más delicadas que las de las plantas exóticas consideradas como de mayor rareza en cualquier invernadero inglés.

Húmedo y lluvioso está el tiempo esta mañana, pero por la tarde dimos un gran paseo y visitamos varias cabañas indias, todas limpias, las paredes adornadas con petates, y con ellos cubiertos los pisos; todas con sus utensilios de cocina hechos de barro cocido limpiamente colgados de la pared, desde los más grandes que se usan hasta los platitos y jarritos de miniatura que sólo se ponen allí por vía de adorno.
Fuimos también a comprar jícaras y a ver cómo las hacen y las pintan, cosa muy curiosa. Las flores nos las pintan sino las esculpen. Tuvimos de fortuna de conseguir buena cantidad de las más bellas, que no pueden obtenerse en otra parte. También compramos una preciosa sutunacua y un rebozo negro, las mujeres no tienen ganas de vender sus trajes, pues que les cuesta mucho hacerlos y los conservan con gran cuidado.
Bonito paseo fue el que hicimos al barrio de La Magdalena, situado como a una milla del pueblo. Todos los días descubrimos nuevos encantos en los alrededores. Y al entrar a un rancho vimos una belleza en un lugar donde pintaban jícaras en una mesa, mientras en medio, en una cama, una mujer yacía, tiritando de fiebre, lo cual formaba armonioso conjunto con el lugar. Había allí una señora propietaria de una pequeña finca, situada a algunas leguas de distancia, sentada sobre su propio cofre, fuera de la puerta del rancho. Ha de haber sido bonita en sus mocedades y probablemente a la edad de 18 años fuera aun más encantadora; pero ahora podría ser buen modelo para Judith o mejor para una Juana de Arco, aun cuando estaba sentada en sus propio equipaje.

Era muy blanca, con grandes ojos negros, pestañas grandes y profusión de cabello negro como el azabache. Sus dientes deslumbraban en toda la extensión de la palabra, sus labios parecían el más rojo de los corales y su color brillaba como el de un durazno maduro.
Su cuerpo era alto y completo, con manitas pequeñas y bellamente formadas, y lindos brazos. Se levantó cuando llegamos y nos rogó que nos sentásemos en un banco inmediato a la puerta; y con aquella ausencia de ceremonia que los viajeros acostumbran cuando andan por tierra remotas, entramos en conversación con ella.
Díjonos su nombre y los motivos que la hacía viajar y luego hubo de narrarnos cierta aventura que le sucedió con los ladrones, de la que merece verdaderamente ser la heroína. Parece ser que viajaba con sus hijos, muchachos de quince y de dieciséis años, cuando llegaron a este rancho para pasar la noche, pues a la fecha ya sabréis que los que viajan por acá han de confiar en la hospitalidad para conseguir alojamiento nocturno.
Con gran sorpresa encontraron que los campesinos se había ido llevándose los perros y dejando la casa bajo llave. No tuvieron más remedio que descansar como pudieron entre sus equipajes y sus mulas en el patio, situado frente a la casa.

En medio de la noche los atacaron los ladrones, los muchachos tomaron inmediatamente sus fusiles y dispararon, aunque sin ningún resultado, todavía en la oscuridad; los ladrones probablemente imaginaron que se trataba de más gente y de más armas, y cuando ella, sacando un mosquete cargado iba a tomar parte en el combate, los bribones cobardes se pusieron en fuga: era media docena y fueron derrotados por una mujer con dos muchachos.
Estaba particularmente indignada contra los rancheros, a los que llamaba malditos, y de quienes decía que habían sido comprados o asustados para que se fueran con sus perros.

Regresamos a casa después de hacer un largo paseo en la oscuridad y en medio de los ladridos, aullidos y gruñidos de los perros que brotaban en cada choza de Uruapan, conforme pasábamos.
Después de cenar, mandaron llamar a una diestra muchacha india que entiende el español lo mismo que su idioma nativo, y la cual nos tradujo en tarasco, lengua muy líquida y armoniosa, varias palabras castellanas.
Mañana saldremos de Uruapan y abandonaremos esta familia hospitalaria, cuyas bondades y atenciones para con nosotros jamás podremos olvidar. Increíble parece que sólo la hayamos conocido por unos cuantos días. Abrigamos, sin embargo, esperanzas de volvernos a ver cuando pasemos por Valladolid (Morelia), a donde intentan irse dentro de pocos días.

Madame Calderón de la Barca.

De: “La Vida en México”, M. Calderón de la Barca, Edit. Hispano-Mexicana, México, 1949.

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