¡No la sueltes!, ¡no la sueltes!, ¡agárrala fuerte!, si se te cae ni con los quince días de chamba la pagas. Usted sabe que sí puedo apá. Solo grita para que nos mire la gente, ya sabe que me da reteharta pena, por eso ya no quería venir. ¡Diantre de muchacho malcriado!
Era la víspera del sábado en que todos los artesanos deberían estar ya puestos en la plaza, con sus respectivas mercancías, don Felipe estaba muy apurado, pues ya se le había hecho tarde para registrar su pieza para el concurso y todo nervioso le gritaba a su hijo José Juan, un jovencito de quince años. Eran artesanos de Cocucho y su pieza para participar era una cocucha negra de cuello angosto de más de dos metros de alto.
Apenas alcanzó el registro. De ahí corrieron a la plaza para llevar sus cocuchas más pequeñas al lugar que les asignaban desde hacía varios años, ahí ponían su puesto. Terminaron de instalarse y don Felipe se dispuso a fumar un cigarrillo, dizque para relajarse. Su vista se perdió en la distancia, los recuerdos llegaron en cascada. De repente escuchó que le gritaban, ¡apá, apá, me anda!, volteó y vio a su niño que se agarraba con sus manitas el pantalón y torcía los pies, don Felipe lo tomó de la mano y fue a la taquería que estaba a unos pasos de su puesto para que le permitieran el baño. El pequeño llorando miraba con miedo a su papá, pues sabía que eso le costaría un par de cintarazos.
¡Mira nomás! ya te ganó, te mojaste todo el pantalón y tu mamá no llega hasta la noche, ¡te vas a tener que quedar mojado!
Le decía don Felipe al pequeño José Juan, mientras seguía preocupado por lo ocurrido en la mañana. Y pensaba, -pero si yo venía bien, el pendejo que se me atravesó fue él, y ahora quiere que le pague su chingadera, ni que sus ollas malhechas valieran más que las mías-. La situación fue que al salir de Cocucho venía con la camioneta de carga hasta el tope, esa, azul chiclamino, decolorada del cofre, era una Chevrolet de los noventa. Al salir del pueblo casi choca con otra camioneta cargada, los dos conductores frenaron y solo fue el enfrenón que hizo que las piezas que no iban bien sujetas se cayeran de la camioneta de don Arnulfo, un artesano que también venía a la vendimia del Tianguis de Uruapan. Se liaron a palabras y cada cual decía que el otro era el culpable. El caso es que los dos no se fijaron y el perjudicado fue don Arnulfo que ahora exigía a don Felipe le pagara sus piezas que se quebraron, a lo que él se negó y el afectado furioso lo amenazó con denunciar el hecho a las autoridades. Esta situación lo tenía crispado y no daba una, hasta que más tarde sus mujeres intervinieron y llegaron a un acuerdo, don Felipe le entregó una de sus cocuchas y asunto arreglado, pero esto no le pareció, insistía que no había sido su culpa.
Mientras los grandes peleaban, el pequeño José Juan jalaba de la nagua a su mamá, y llorando le decía que le dolía. Pachita le hizo caso hasta que se arreglaron con don Arnulfo. El niño estaba prendido en calentura, traer el pantalón mojado lo había resfriado. Don Felipe le dijo que el niño estaba mojado de orines, que lo cambiara porque tenía toda la tarde mojado. Ella volteó y lo miró con enojo y le dijo – ¡cómo lo dejaste tanto tiempo mojado, él es más importante que el pleito con Arnulfo!
Pachita se volteó y agarro a su niño, corrió a la farmacia de la esquina y le compró un antigripal y se lo dio, lo abrazó y lo llevó al puesto, donde también se quedaban a dormir. Como ya pasaba de las nueve de la noche, acomodó el petate y le hizo una cacita con su rebozo entre las cocuchas. El niño durmió y ya por la mañana estaba bien, había pasado el resfriado.
Don Felipe se terminó el cigarro, tiró la bachicha y mientras daba la última bocanada volteó a ver a su hijo y pensó –Por todo lo que hemos pasado y lo que le ha tocado sufrir a mi José Juan, por eso no le gusta mi trabajo-.
Ese año, el chamaco, como desde niño, acompañó a sus papás a la vendimia del tianguis, venía entusiasmado, pues él había trabajado junto con su papá y sus hermanos en hacer la cocucha para el concurso, tenían fe en que ganarían. Pues hacer una cocucha no era nada fácil, aunque es un arte que se van aprendiendo desde niños, ya que es un oficio familiar. Cada olla es especial, para moldear y cocer el barro se ocupa destreza, una habilidad que se va adquiriendo con los años. A este trabajo le dedicaron mucho tiempo y fue un esfuerzo de toda familia. Terminó siendo una pieza única, digna de reconocimiento, de un premio, pero en esta ocasión, no fue así, la auscultación de los jueces no fue lo que se esperaba. Un poco desanimados, pero todavía con fe, continuaron en su puesto, donde también vendían los bordados de punto de cruz que hacía Pachita. Las ventas cada año bajaban más, y aunque como buenos vendedores seguían firmes, no se reflejaba. Pachita le decía a su chamaco que ofreciera y no dejara ir los clientes, él hacía lo que podía, al paso de los días su desánimo era mayor, y más cuando un cliente solo preguntaba y seguía su camino sin comprar nada.
¡No la sueltes!, ¡no la sueltes!, ¡agárrala fuerte!, le decía a José Juan su papá, cuando desanimados subían más de la mitad de las cocuchas que habían traído a la vendimia. El chamaco agarró la olla, volteó a su alrededor y la soltó…
Laura Ramos / Mayo 2025.
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