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ZIRAHUEN, UN LAGO ENCANTADO

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Un siglo antes de que don Vasco pusiera su planta bienhechora en Michoacán, gobernaba el vasto imperio de los tarascos el rey Sihuanga, hombre valiente y activo que supo acrecentar el poder y reputación de su pueblo y dio gran auge a la agricultura, al comercio y a las artes. Tenía este soberano una hija única, Zirahuén, hermosa por todo extremo. Hallábase en los albores de la juventud, y sus ojos grandes y negros, velados por n sé que misterio dejaban entrever un alma sincera e inocente y un talento nada común.

Un día, hallándose padre e hija en la terraza del palacio de Tzintzuntzan, capital del reino, vieron en las aguas del lago una ciudad. Pronto reconocieron, en los airones y escudos izados en las proas, que llegaba algún noble señor, y poco después pudieron distinguir perfectamente las armas de Ecuángari, cacique de Pátzcuaro, el más valiente y fiel vasallo de Sihuanga. Atracaron las canoas al muelle y saltó de ellas un joven de hasta veinticinco años, esbelto y robusto; calzaba suelas de venado; vestía calzoncillos cortos, faja azul con ribetes rojos, y de sus espaldas caía una finísima manta de algodón sujeta con un nudo al hombro izquierdo. En el brazo derecho llevaba un brazalete, distintivo de la aristocracia, y en la cabeza un penacho de brillantes plumas. Penetró Ecuángari en el palacio y de manos a boca encontrase con Zirahuén. Enrojeció la princesa hasta el blanco de los ojos al recibir el saludo del guerrero, y éste quedó pálido y desconcertado. No acertaban a comprender ambos jóvenes qué pasaba por sus almas:

En las fiestas últimas del cumpleaños de Sihuanga habían tenido ocasión de pasearse juntos en una chalupita, y en ella, mecidos por el vaivén de las olas, habían platicado de muchas cosas. A partir de aquel día, Ecuángari pensaba en la princesa desde el canto de la alondra mañanera hasta que el silencio de la tarde permitía escuchar el gemido del viento entre los cedros y los lúgubres sones del tecolote. Zirahuén, por su parte, tenía presente la imagen del joven guerrero desde que el sol doraba los pinos más altos del Zirate hasta que los sacerdotes, en el templo cercano al alcázar, entonaban himnos y quemaban incienso al Lucero Vespertino.
Durante la noche, él ensoñaba una joven hermosísima y risueña, de ojos negros y trenzas adornadas con cintas de primavera; ella veía en sueños a un valiente guerrero que, con el arco en las manos, esperaba cruzara por los aires el colibrí o la gaviota para cazarlos al vuelo.

II
Sobresaltase el rey al ver trémulo y desencajado al guerrero más valiente de su ejército, que nunca ni en las más fieras batallas había temido e inquieto le preguntó: “¡Por Curicaveri, el Poderoso! ¿Qué ocurre?
Ecuángari le expuso brevemente que, seducido por la belleza y virtudes de Zirahuén, desde hacía tiempo llevaba en su alma un amor profundísimo hacia ella y deseaba con gran vehemencia se le otorgara por esposa. Turbóse a su vez el rey que no esperaba tal petición; pero, repuesto un tanto, contestó que no tenía inconveniente en dar la mano de su hija a un príncipe de la alcurnia de Ecuángari; pero que no podría otorgarla sino hasta que el reino se viera libre de la amenaza de los mexicas, jurados enemigos de los michoacanos. Así pues, le ponía como condición de su futura boda la derrota de los aztecas, y una vez que ciñera en su frente aquel laurel, podría tomar a Zirahuén por esposa. Accedió el guerrero de muy buena gana a la propuesta del rey, y acto continúo, empezaron a trazar el plan de guerra. Ya para despedirse, pidió a Ecuángari al emperador que le permitiera decirle adiós a su prometida y anunciarle su próximo enlace. El rey, no pudiendo negarse a aquella justa petición, ordenó a la princesa que acompañara al valiente jefe hasta el embarcadero. Persuadido Ecuángari de que la princesa le profesaba un cariño quizá superior al que por ella sentía, se limitó a decirle que muy pronto, antes de tres meses, humillada y vencida el águila de los aztecas, volvería él para celebrar las bodas. Quizá – ¿por qué no?- él mismo tomaría cautivo con sus propias manos al arrogante Axayácatl, el rey de los mexicas para sacrificarlo a los dioses el día del enlace matrimonial

Largo rato estuvo la princesa viendo la canoa de Ecuángari que se alejaba, hasta que se lo impidieron los tules de la ribera. Fijó entonces la atención en los encantos naturales que lo rodeaban: el arquito plateado de la luna nueva, el aire fresco y suave del atardecer, los pueblecitos risueños besados por las olas, las flores que ahí abundaban. “Antes que esa luna llene tres veces – se decía – antes de que los primeros hielos marchiten estos mirasoles y estas malvas… volverá, volverá…” Los mirtos y los tulipanes de aquel otoño ceñirían su frente de desposada…. Nunca como entonces admiró los dorados colores del crepúsculo que se reflejaban en las aguas; nunca como en aquella tarde fue tan grato para sus oídos el rumor dulcísimo del lago.

III
Muy pocas fuerzas del interior del reino hubo de movilizar Suhuanga en su lucha contra los aztecas, porque desde hacía tiempo, temiendo sus ataques, había fortificado las ciudades de la frontera oriental: Zitácuaro, Maravatío, Zinapécuaro. Ecuángari pudo, pues, sin mucha dificultad, llegar en pocos días al frente enemigo y tomar el mando de ejército. Pronto se encontraron las fuerzas de uno y otro bando. El odio a muerte que se profesaban michoacanos y aztecas, exacerbado en esta coyuntura por la ambición de Axacátal que deseaba sujetar a los tarascos y por los arrebatos amorosos e impacientes de Ecuángari, hizo que la victoria se decidiese en na sola batalla. Dada la señal de ataque, se arrojaron los aztecas sobre los michoacanos dando espantosos alaridos y cantando himnos bélicos. Una lluvia de flechas disparaban ambos contendientes y el ansia que tenían de exterminarse unos a otros hizo que se entablara una lucha cuerpo a cuerpo feroz y sanguinaria como nunca se había visto hasta entonces. Aquellos pueblos semi bárbaros, en sus guerras, procuraban no hacer muchos muertos sin tomar prisioneros para después sacrificarlos.

En aquella ocasión, sin embargo, estaba ya el campo convertido en charco de sangre y los combatientes hallaban los cadáveres. Los aztecas habían sufrido pérdidas considerables; la mayor parte de sus jefes había muerto y la flor y nata de la nobleza había perecido. Axayácatl, ciego de ira, hizo un supremo esfuerzo para rehacer y organizar sus tropas, y él mismo se arrojó con denuedo sobre el enemigo; pero los tarascos, en aquel mismo instante, alentados por la bravura de Ecuángari acometieron con más furia y lo obligaron a retroceder. Viendo Axayácatl fatigados y sin jefes a los pocos soldados que sobrevivían dio la orden de retirada y los mexicas empezaron a huir. Persiguiéronlos por algún tiempo los tarascos causándoles grandes pérdidas hasta que, ya sin fuerzas, volvieron a su campamento. Satisfecho y sonriente marchaba Ecuángari al frente de sus soldados y daba órdenes para la custodia y vigilancia de los miles de prisioneros que habían hecho, cuando una saeta, disparada no se sabe si por manos divinas o humanas, le atravesó el pecho y le arrancó la vida. Todas las divinidades tarascas, al recibirlo en los palacios encantados en que moraban, le dispensaron benévola acogida y convinieron en transformarlo en un dios como premio a su valor y bizarría; Ecuángari quedó convertido en el dios de la guerra, en el Marte del Olimpo michoacano.

IV
Tzintzuntzan, la ciudad imperial, se preparaba para recibir al valiente ejército que había derrotado a los orgullosos aztecas. Se habían organizado danzas, bailes, juegos de pelota, carreras, músicas, y la multitud, vestida de fiesta y con la sonrisa en los labios inundaba calles y plazas. Los rápidos correros, tomando la delantera, habían traído la funesta noticia y habíase divulgado en seguida como Ecuángari acabó desastrosamente la vida. Aunque el pueblo apreciaba al valiente jefe, no se conmovió en aquellas circunstancias por su fallecimiento; ¿qué significaba en efecto la muerte de un cacique en comparación de la victoria única y sin precedentes que se había obtenido? Sólo Zirahuén agitada en el suelo en la terraza misma donde una tarde había visto que se acercaba el príncipe a pedir su mano, agonizaba herida de amorosos tormentos. En presencia de aquel lago mudo que le hablaba de sus esperanzas y de sus sueños, reflexionaba cómo el destino inclemente había roto sin compasión todos los velos de color de rosa que dos meses antes se había forjado, y lloraba a lágrima viva aquella desgracia inmensa, irreparable, que había destruido para siempre su felicidad. Enterneciéronse los dioses al ver que la princesa finaba de crudo y mortal amor. A Ecuángari se le iban los ojos y el corazón tras ella, sin hallar reposo en el soberano alcázar del Sol, y empeñó sus ruegos con los dioses para que colmaran su dicha dejándole contemplar a su amada. Tomarónla, pues, de su terraza, y en la misma litera de oro y nácar en que ellos descendían a solazarse no muy lejos de Pátzcuaro, a un ameno rinconcito que había en los dominios de Ecuángari. Enriscados montes cubiertos de añosos pinares hacen de allí un cerco y hondonada en óvalo casi perfecto.

El dios de los subterráneos corrientes abre los ocultos veneros; sale a borbollones limpia y copiosa el agua y va hinchando la oquedad hasta colmarla muy cerca de las cimas que lo coronan. En tan mullido lecho manda recostar a la enamorada y agonizante princesa cuyas gracias, transformadas en clara ninfa, resplandecen divinizadas en espejo purísimo, azul como la turquesa, diáfano como el cristal, misterioso como el corazón humano. En las apacibles noches de luna los silfos del aire ven centellear en la tersura del agua los ojos del infortunado Ecuángari y de todos los dioses del Olimpo michoacano… Los simples mortales no ven más que un lago transparente que siempre parece dormido; las únicas señales que da de vida son los vapores blanquecinos con que de mañana saluda a la aurora, y el ligero movimiento de las aguas con que responde a los suspiros que por las tardes le envían los montes que lo cautivan; es que está siempre en espera de los dioses que vienen a mirarse en la bruñida tranquilidad de las ondas…

De: José Zavala Paz, “Bocetos Michoacanos”, México, 1953.

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