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Navidad en Arantepacua

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Los cerros amanecieron de fiesta. Es invierno, en el pequeño valle lucen esmeraldas y diamantes por doquier. Las flores que resisten el frío son más vivas que las primaverales, están hechas de encáustica, y salen de entre pedicelos de berilo, de rubí, de zafiro. La comunidad despierta con sus ruidos rurales: el balar de las ovejas que van a pastar, el rebuznar de los burros que, en recua, salen con sus odres metálicos para recoger resina. El canto de miles de pájaros recibe al despliegue de oro que pone la aurora en el horizonte. Los humos azulillos que salen de las chimeneas; no son solamente de maderos en llamas si no mezclas con olor de frijoles en las ollas, de los caldos de carne de res, de las tortillas quemadas que maduran en comales amplios, sostenidos por las tres parangüas, soporte tradicional y misterioso.

Las calles están llenas de niños que juegan con pedrezuelas, con hondas improvisadas, con ronrones hechos de corcholatas aplastadas; o corren desaforados tras de algún perro ladrador. La tierra charandosa, roja como la sangre, cobra color en los rayos solares y en la planta de los pies, desnudos, pone tibiezas gratas. Por los corrales cantan gallinas que cacarean al poner sus huevos, y de trecho en trecho, perforando el aire de cristal los gallos hieren la algarabía con su estruendoso y gallardo quiquiriquí. Las trojes están repletas de maíz, la cosecha ha sido buena. Las mazorcas guardan su envoltura, para que sequen mejor. El frijol rompe sus vainas y empiezan a brotar sus granos sobre los petates en que asolea, desde hace semanas. Los hombres se saludan por todas partes: «ascka ta», buenos días, buenos días, buenos días. La iglesia luce adornada por que el sacerdote dirá la misa después de haber oficiado en otros sitios cercanos: vendrá con sus ayudantes, con sus ropas rituales envueltas en cobijas de Peribán. Los cirios de parafina y cera de abeja ya están en sus sitios. Las muchachas y muchachos que cantarán, ensayaron durante varios días; luego, se instalarán en el coro, mientras la música de chirimías les dará pautas sonoras. Cristo está limpio, con su cabeza caída, con su corona de espinas, con sus heridas chorreando sangre viva, especialmente en las rótulas que muestran sus óseas consistencias. La herida de longinos muestra costillas blanquecinas; el pelo de los creyentes sale, en mata lacia y muerta de su cabeza dolorosa; y los dientes, donados por cadáveres benditos, salen de sus labios, rayados en sangre, mientras que sus ojos de cristal miran hacia abajo, con gotas sangrientas en los lagrimales. El paño que cubre la cintura es de seda cara; para comprarlo cooperaron los riquillos del pueblo, agregando el dinero recolectado, a centavos, de los pobres de solemnidad -que es el que más vale- .

La esposa de Tata Juan junto con las mancebas de merecer, pasaron tres meses en la capilla bordando con hilo de oro las cenefas, y la señora Petronila, la que es viuda de don Terencio, el español que tenía la tienda de «varios»; regaló sus aretes de oro y brillantes para que se posara el arcoíris al borde del lazo que anuda. Las orlas de oro se mandaron hacer a Uruapan con don José Tena, el joyero de los indios, a quien se le dieron todas las tumbagas, arracadas y anillos de boda de las mujeres casadas y prometidas. El Cristo viene desde el fondo de los tiempos. Alguien, que sabe de esas cosas, dice que fue el mismo Fray Juan de San Miguel quien lo donó en los días de los que ya nadie tiene memoria; otros, los menos, opinan que había un libro en la sacristía en donde constaba que Fray Pedro de Gante lo trajo de las Europas para regalarlo aquí si es que la indiada hacía una construcción digna, y digna es porque la Capilla tiene como sesenta varas de largo por unas treinta de ancho; es de cal y canto y fueron los albañiles de la sierra los que tardaron como diez años en hacerla -según consta en la placa de piedra que está a la entrada-, aquí vinieron a curarse los enfermos durante la epidemia de influenza española (todo venía de España) y es fama que durante tres días y tres noches, rezando el triduo a la Santísima Trinidad cada cinco horas, quedaban curados y buenos para regresar a sus comunidades. Desde esos ayeres el Cristo de Arantepacua es el curandero de todos los pobres de la sierra, de los peregrinos que hacen largas sendas por el filo de montañas volcánicas, por los llanos de la tierra caliente; y a los que no cura ni siquiera el Cristo Negro de Araró.

Toñito Mincítar salió a la calle para ir por leña. Su madre estaba un poco mala; tosía mucho por las noches y ya no podía ni siquiera salir a lavar al arroyo. Toñito Mincítar tiene trece años, un hombre pues que ya puede realizar todas las tareas que el hogar necesita. Se llevó la cuerda de cuero crudo que su papá -que en paz descanse- tejió cuando mataron al buey pinto en la época en que vino la gran hambruna en la tierra y se mataba a los bueyes que jalan el arado, a pesar de que se sabe que, sin ellos, no se podrá cosechar el maíz; pero vale más la vida de la gente que la de los pobrecitos animales, que están con nosotros para sacarnos de necesidad y es por eso que siempre los tenemos junto a los santos en la capilla, especialmente junto a San Isidro Labrador que es el que se encarga de que no falte la lluvia y no caiga mal en los campos llenos de maíz, frijol, calabaza y chilacayotes.

Camina, caminando saluda a otros niños y, de reojo, ve como la niña guare Petronila, la que siempre llena su corazón, pasa volando con el «tazcal» de tortillas para vender en la plaza.

Entra al monte y va recogiendo barañas hasta que logra un haz suficiente. Las «charangüescas» están en su punto y con una vara rasca la superficie de la tierra boscosa, que es leve como lana, y saca las jicamillas dulces y con ellas llena el morral. Los «citunes» escasean pero están negros de azúcar y solamente sirven para comerlos cuando se cortan. Con la honda le tira a un conejo esquivo y no le atina, pero tiene mejor suerte con dos palomas que caen, sangrando, de los encinares; y también al pasar a engrosar el morral ávido. Recoge varias piñas secas y raspándolas unas contra otras logra una pequeña cosecha de piñones, que después, chocándolos en contra de piedras chinas logrará quebrar para que salgan las breves y dulces nueces color de rosa; su mamá las agrega al atole, champurrado o al citún y saben mejor. Ya no hay hongos rojos y los que quedan son peligrosos porque, al faltar la humedad, ya no tiene vida y pueden llevar veneno que es hasta de muerte, como le pasó a la niña Octavia que, por no hacer caso, se comió varias corundas rellenas y después de dos días de dolores y llanto se la llevó Dios y tuvieron que velarla, solamente una mañana porque ya olía mal. De aquí y de allá arrancó unas frescas hojas de «lengua de vaca» que, bien cocidas, saben a carne fresca; la punta de su cuchillo breve iba sacando de su sitio papas que son dulces y hermanas de las cultivadas que se dan todo el año por el monte pródigo. En rendijas del malpaís encontró camotes del cerro y también sacó algunos para luego coserlos y agregar a la comida de todos los días. Entrando al llano se encantó, como siempre con las hileras de pinos elevados y el volar del viento entre las hojas filiformes; los troncos lisos, elevados, y las ramas entrecruzadas daban la impresión de algún edificio hecho por Dios mismo. Era bueno vivir ahí, disfrutar de todo, dar gracias por los bienes recibidos y, como era preciso, empezó a silbar para que todo lo que hay en el monte supiera que daba las gracias y que solamente tomaba lo que le era necesario. Con el morral repleto y haz de barañas se encaminó hacia la comunidad. Ya el sol mandaba desde la mitad del tazón de turquesa, el viento se había entibiado y volaban en lo alto los gorriones y «citos» mientras que de vez en cuando, alguna aguililla, o algún halcón cimarrón, llegando como flechas al vuelo, los atrapaban para comerlos arriba.

Era navidad, en todas las trojes se hacían preparativos para la cena. En la casa de Tata Juan estaba el nacimiento más grande y hacían fila los niños para admirarlo. Cada año agregaba nuevos primores. Se mencionaba que ese nacimiento había sido hecho desde que el tatarabuelo de Tata Juan había sido el Encargado Municipal, en el tiempo del Porfiriato, y así los hijos y los hijos de sus hijos lo enriquecían siempre y lo pasaban al mayor, pero siempre siendo propiedad del pueblo, siempre estando a disposición de todos para admirar la repetición del milagro de Belén.

Tata Juan le había añadido un trenecillo que se movía con soltura por entre montañas de piedra y puentes finos, por entre valles y laderas y recorría, hasta silbando, todo el ribete del gran patio de la casa de Tata Juan. Allá, en lo recóndito, estaba la Sagrada Familia con un niño rubio, sonrosado, -porque Dios así debe ser- que había sustituido al del año pasado que era más pequeño; éste venía de algún enredado trato con alguno de los arrieros que todavía comercian con la sierra, las ciudades y la tierra caliente y se dice que van hasta el mismo México. Todos los indios saben que, al morir, van a ser blancos, color de rosa; que encontrarán a su madre María esperándolos, que José es su padre y por eso se dejan llamar genéricamente: José. Cuando los indios comerciantes se atreven a ir a Uruapan, a vender sus escasas mercaderías, los hombres y mujeres de razón, compradores, se dirigen a ellos como: José y María. Son, así, los padres de Cristo que los protege; y sabrá Dios si también los protegió durante los años, durante los siglos negros de los que los más viejos relatan tantas amarguras y quebrantos. Y si los blancos le dieron a Cristo y a la religión, hay que practicarla porque es lo único que detiene la mano cruel de los hombres «de razón», hasta de los actuales cuando llegan a las comunidades a comprar árboles, para derribarlos, para hacer con ellos durmientes o tablas, y el indio no puede hacer nada más que colaborar porque de lo contrario la muerte llega escondida y certera.

Todo mundo anda vestido de limpio. Los calzones y la camisa de manta y la faja roja o azul, están limpios en esta fiesta grande. Tan limpios como las vestimentas que se ponen a los difuntos, para que cuando lleguen a Dios -los indios siempre van al cielo- éste los reciba en su gran trono y no ensucien ni con los huaraches ni con las ropas llenas de tierra y sudor.
Por la tarde empezarán a ponerse los puestos de alimentos, de nacatamales de dulce y chile, los de cambray, los tamales de vapor; las corundas y los buñuelos duros o chiclosos, los atoles blancos, de chocolate, de «chaqueta», de «citún», las carnitas bien blandas con el cuerito que parece gelatina, la birria de chivo corriendo caldos de chile picoso y grato, el pollo de plaza cuyo plato siempre viene acompañado por lo menos con dos quesadillas, las «adoberas» fritas o crudas, el atole de San Lorenzo que se vende con todo y hoja seca de mazorca, las frutas rudas: las camuesas, los tejocotes, las jícamas, las naranjas de Apatzingán, los mameyes de Parácuaro, las cañas dulces de Taretan, los zapotes negros y los chicozapotes de Coalcomán.

Es navidad y Toñito Mincítar ingresa a su troje para entregar a su madre lo que tomó del monte. Por la única ventana pasa una luz dorada que deja todo en penumbra. Ya no se oyen tosidos ni ruidos. Se acerca lentamente al petate en que reposa su madre y le habla en Tarasco, única lengua que dicen las mujeres, pero su madre no responde ya. Descarga su morral, deja los leños en el suelo y le empieza a gritar con voz desgarrada. Ya que su madre está con los santos difuntos, ya su madre está, como su padre, gozando del cielo con Dios, ya lo dejó solo para que viva en Arantepacua en la troje donde nacieron y murieron cuatro de sus hermanitos.

Esto no puede ser, esto no es posible ¡Su madre no puede dejarlo solo! ¡Su madre no puede dejarlo solo! Y llora como lloran los indios, con lágrimas silenciosas, dolorosas, saliendo del corazón mismo ¡del alma tal vez! ¡Esa es su Navidad! ¡Esa es su Navidad! Sabe que tiene que avisar a sus parientes, a su tío Indalecio el herrero; a su tío Melquiades el agricultor; a su tía Emerenciana la que lava ropa de los santos; a su primo Remigio el albañil y a todos los que de alguna forma integran la gran familia en la comunidad, sobre todo a Tata Juan que es ahora el «cabeza» del pueblo, el que sabe cómo sacar de cualquier atolladero a todos, el que da razón, ante los de los pueblos grandes, de lo que pasa y de lo que pase en la comunidad.

Un vacío enorme tiene en el pecho. Un vacío más grande que el Lago de Pátzcuaro, al cual fue cuando su padre lo llevó para comprar pescado y venderlo en Arantepacua. Un vacío lleno de lágrimas amargas y desazones sin acuerdo.

Sale de la troje sin saber qué hacer, aturdido, sin fijarse en lo que sus ojos miran. La fiesta seguirá, por la noche se dirá la Misa de Gallo; hasta pasa Petronila que le busca los ojos pero no se los encuentra: así de triste, así de ausente va.

Sin darse cuenta entra al monte. Camina sobre los pastos leves, encima de plantas que de otra forma evitaría, no mira ni siquiera al sol que entra ya en su ocaso pleno y pinta con todos los colores del universo el cielo de color malaquita, de zafiro, de turquesa, al cielo que recoge con amor la agonía del astro rey.

De pronto, un hombre se le acerca y con dulce voz reclama: ¿por qué estás triste Toñito? la voz de aquel hombre es tan fraterna, tan sentida, tan posesiva que Toñito le responde «es que se acaba de morir mi mamá, allá en la comunidad» ¿eres de Arantepacua?, sigue inquiriendo la voz «pos si, pos si no de ónde» contesta. Un brazo de consuelo le toma el hombro. «No te llenes de tristeza» -oye que le dice- «Pero es que era mi mamá» apenas puede balbucear entre sollozos. «Vamos, vamos a tu troje», le dice el hombre, sin saber porqué, lo obedece; siente que no puede negarse, que todo el dolor y el sentimiento acaban con las palabras del desconocido. Pero todavía alcanza a replicar: «es que no quiero volver a verla así, es que me da mucho dolor y pero es que me muero de llanto».

Más la voz ya no responde, simplemente el hombre lo conduce suavemente, como si fuera una gasa flotando en las nubes mismas, en las nubes blancas cuando pasan por lo alto con su promesa de lluvias que son presagio de comida, que son regalo de Dios para sus hijos, los indios de esta tierra, para sus hijos de Arantepacua, de Zirosto, de Comachuén, de Cherán, de todas la pequeñas comunidades de la sierra tarasca, tan llenas de miseria y de quebrantos, tan llenas de necesidad de Dios ya que los hombres de «razón» las han olvidado, explotado y solamente se acuerdan de ellas para ir a tumbarles sus pinos, sus encinos y sus madroños, muy a pesar de los protestas calladas de los pobres indios, de los que son descendientes de la gran tragedia, de los aperreamientos del sanguinario español Nuño de Guzmán que durante la conquista hizo crueldades, de los siglos de aferramiento a un no morir para Dios que también desciende de Adán y Eva y que desde hace milenios y milenios salió del paraíso para vivir en «Mechuacán» y llenar la seca con sus hijos, que fueron felices hasta que el fierro español venció al barro tarasco, hasta que las espadas crueles y la pólvora maldita acabaron con los mejores mancebos que se entregaban contra su voluntad, a los extraños venidos de oriente; y los demás, los pobrecitos, huyeron más allá de la línea del miedo, mucho más allá de las murallas de la piedad y vinieran a refugiarse con sus protectores, los grandes bosques a los que han podido y deben defender ya y para siempre.

Y que llegan a la troje. Extrañamente, al entrar, a pesar de que ya el sol se ha ido y por la única ventana no llega luz alguna, la estancia se llena de una suave claridad que tiene la Capilla cuando el Padre da Misa, cuando dice las oraciones que son pedirles al cielo. Y, en medio de esa transparencia, los dos caminan hacia el petate en donde está su madre. El hombre se acerca al cuerpo yacente, le acaricia el cabello y las manos y de pronto Toñito Micítar contempla, admirado, como su madre se llena de luz fina, de la luz de arcoíris, de luz como la que tiene el sol cuando nace por las alboradas y, muerto de alegría, oye que su madre, con aquella tierna voz de reproche y amor que siempre ha tenido, en la lengua purhembe sagrada que hablan las mujeres le dice: “muchacho patalarga ¿en dónde has andado? ¿qué no ves que hay que prepararnos para comer esta cena de Navidad y luego ir a la Capilla a oír la Misa de Gallo? Estremecido de contento, confuso y todo gratitud, voltea para dar las gracias al hombre que está ahí; lo trajo…pero para su sorpresa ya no hay nadie, están solos en la troje su madre y él”.

Cuando, luego de cenar con su madre llega a la Capilla para oír Misa de Gallo que dirá el Padre itinerante, cuando rezando, levanta la mirada para contemplar a Cristo, ya con asombro, como en las plantas mancilladas de los pies clavados, hay hierbas frescas…como las que se encuentran a la entrada del bosque, como las que hay en el sitio en donde el hombre le habló y lo condujo hasta la troje en donde estaba muerta su madre y que le habló.

En medio de la bóveda elevada de la Capilla, el coro de muchachas y muchachos indios canta, acompañado con las chirimías:
“Gloria a Dios en las Alturas y Paz en la Tierra a los Hombres de Buena Voluntad”.

Jesús Uribe Ruiz.

Jesús Uribe Ruiz. Originario de Uruapan, Michoacán (1929). Doctor en ciencias agrícolas, por la Universidad de París, Francia. Fue uno de los fundadores de la escuela secundaria de Uruapan (ESFU 1). Por décadas trabajó como funcionario de gobierno federal en el sector agropecuario, ganadero y de comunicaciones. Catedrático de la Escuela Nacional de Agricultura, de Chapingo. Autor de ensayos, artículos y libros vinculados con su área de conocimiento. Publicó su obra en medios especializados, políglota, traductor. Son suyos los libros: “El éxodo, cuentos del campo mexicano”, “Problemas del desarrollo del campo mexicano”, y la añoranza poética “Saudade”.
El cuento “Navidad en Arantepacua” fue facilitado por el señor Carlos Villalobos, para su publicación por vez primera en la cita que se anota adelante.

De: Tiempo de Cupatitzio, revista cultural independiente, año 1, número 5, Uruapan, primera quincena de septiembre de 2003. (imagen: Grabado del Artista, Mexiac.)

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